Las carpas del jardín japonés del té

Ilustración: Jamesteohart


Conoce eso conociendo lo cual se conoce todo

Upanishads

No hubo un tiempo en el que ni tú ni yo ni esos reyes existiéramos

Krishna

¿Porque no veis con vuestros ojitos ciertas estrellas de quinta magnitud, que yo distingo perfectamente, concluís por ello que esas estrellas no existen?

“Micromegas”, Voltaire

A menudo pienso que nosotros somos como las carpas nadando tranquilamente en el estanque

“Hiperespacio”, Michio Kaku


El capitán Balboa nunca ha sido un hombre de muchas palabras, ni tampoco de leer. Es un hombre de acción. Uno no se embarca en una misión así si no es un hombre de acción. Uno, simplemente, se queda en casa, contemplando las estrellas, el fin del mundo. Así que el capitán Balboa, un hombre de acción, cuando siente que su cabeza está a punto de estallar, se toma cuatro pastillas amarillas en lugar de las dos que recomienda el prospecto.

    —Capitán Balboa, ciento ochenta minutos para la reentrada.

    Esa es la voz de Pamela, el ordenador de a bordo de la Odiseus y su única compañía durante los últimos 1.153 días, que es el tiempo que ha transcurrido desde que despertó de la criopreservación. Si el capitán tuviera algún familiar en La Tierra, algún amigo tal vez, o un perro, hoy estaría muerto. Pero Balboa no tiene nada de eso. Quizás por eso está donde está.

    —Gracias, Pam.

    Pamela, el ordenador, no requiere que le respondan, claro. Es capaz de procesar comandos de voz, es cierto, pero no necesita que le den las gracias. Aún así, tiene la capacidad de empatizar. Un detalle de los programadores.

    —No hay de qué, Balboa. Descansa. Ha sido un viaje largo.

    —Gracias, Pam. Creo que voy a estirar las piernas. Quiero estar despejado para la reentrada. Además, tengo que hacer papeleo.

    —Como quieras, Balboa. ¿Música?

    —Pachelbel, por favor.

    Balboa había visto de pequeño “Héroes de la Galaxia”, una película de 1988 en la que dos armadas, lideradas por brillantes estrategas, se enfrentan en el espacio una y otra vez por el futuro del imperio. La banda sonora de la batalla final es el Canon del compositor alemán. Por lo demás, la música nunca le ha interesado demasiado.

    El capitán no se imaginaba que el futuro fuera a ser así, ni mucho menos que una aventura espacial pudiera llegar a ser tan solitaria y aburrida. Que no habría héroes ni villanos, ni bellas emperatrices, ni siquiera una cantina espacial en la que cazarecompensas, buscavidas y personajes de baja estofa trapicheasen. Ni mucho menos se imaginaba que tendría papeleo, una montaña de papeleo. Y pese a lo que pueda parecer, “papeleo” no es un arcaísmo que ha perdurado en el tiempo: el papeleo se sigue haciendo en papel.

    Así que Balboa dedica unos minutos a rellenar formularios con datos repetitivos y aparentemente inútiles: permisos internacionales, aranceles aduaneros, licencias administrativas... Ha llegado más lejos de lo que nadie lo ha hecho nunca, pero el camino hasta aquí no ha estado exento de todo tipo de dificultades burocráticas. La cosa comenzó a ponerse así cuando el Comité de Comercio, Ciencia y Transportes del Senado de los Estados Unidos legalizó el aprovechamiento comercial del espacio con la controvertida "Ley espacial de 2015", permitiendo que las empresas privadas se apropiasen de cuerpos celestes. Pero todos esos tejemanejes le dan igual a Balboa. Él solo firma los papeles, pone los sellos, rellenas los formularios. Tal y como le enseñaron en el adiestramiento. Firma. Sello. Formulario. Firma. Sello. Formulario.

    Todo ese papeleo agudiza su jaqueca. Cuando tiene migrañas, le entra hambre y náuseas a la vez. Y frío.

    En la Odiseus todo es aséptico y blanco, como una soleada mañana de invierno en Anchorage, su localidad natal. No hay mucho que hacer en Anchorage, Alaska, la ciudad más poblada de Estados Unidos por encima del paralelo 60. Si eres un chaval, vas todo el día para arriba y para abajo con los amigotes, buscando brega con la panda rival. Si eres un adolescente, te pasas la noche bebiendo cerveza en algún pub: hockey, chicas y videojuegos. Y si tienes una familia que mantener, pues te deslomas en alguna piscifactoría, o en una oficina del centro si tienes suerte. Su padre no tuvo suerte. Trabajó toda la vida en las fábricas de la Península de Kenai, haciendo honor al estereotipo del progenitor que llega a casa tarde y borracho. De él recuerda especialmente tres cosas: que lo llamaba “fracasado”, las tortas que le daba con sus manos agrietadas y ásperas como el esparto y una frase lapidaria: “lo que es es lo que es”. Y ahora, papá, míralo, en el espacio, a punto de hacerse un sándwich de atún y pepinillos.

    Uno casi diría que el pan acaba de salir del horno, que ese pedazo de atún es de la mejor ventresca y que los pepinillos son frescos, pero en realidad toda la comida que hay en la cocina de la Odiseus es química pura. Pero así, gracias a esas texturas, esos colores y esos olores, uno puede sentirse como en casa. Un complejo vitamínico después de cada comida garantiza todos los nutrientes que necesita el cuerpo del capitán, ya que no solo de nostalgia vive el hombre. Balboa sospecha que en realidad ese compuesto contiene algo más, que no se trata de un simple suplemento energético. Pero, en fin, ¿qué mal le puede hacer a estas alturas?

    De repente, un zumbido y una luz roja.

    —¡Capitán Balboa! Al puente de mando, por favor. Cuerpo detectado a setecientos metros y aproximándose.

    Balboa se queda en blanco, petrificado, con el sándwich entre las manos y un bocado a medio masticar. Desde que despertó de la criopreservación, la Odiseus no se había topado con nadie, ni nada.

    —¡Capitán Balboa! Seiscientos cincuenta metros y aproximándose.

    Pero Balboa es un hombre de acción, así que suelta el tentempié, sale a toda prisa de la cocina y atraviesa la bodega de carga hasta el puente de mando.

    —¡¿Qué pasa!? ¡¿Qué pasa, Pam?!

    —Hace ochenta y cinco segundos he detectado un cuerpo aproximándose hacia nosotros a una velocidad de crucero de noventa metros por minuto. Aparecerá en nuestro campo de visión en tres, dos, uno...

    —¡¿Joder, eso es una nave?!

    —El escáner biométrico indica que se trata de un Vehículo de Transferencia Automatizado.

    —¿Un VTA?

    —Eso es.

    —¿Aquí?

    —Eso parece.

    —¿Y cómo se supone que ha llegado hasta aquí?

    —Eso no lo sé, Balboa. Quinientos metros y aproximándose.

    —No tiene puto sentido, Pam...

    En efecto, no lo tiene. Un VTA es una nave espacial robótica que cumple funciones de abastecimiento para la Estación Espacial Internacional, que se situaba solo a cuatrocientos kilómetros de La Tierra y fue desmantelada hace décadas.

    —¿Señales de vida, Pam?

    —Sabes que no fue diseñada para ser tripulada.

    —No me refiero a ese tipo de vida...

    —No, Balboa. No hay indicios de vida alienígena.

    Balboa se alegra y se lleva una decepción a la vez. Por una parte, no es un gran amante de lo desconocido. Por otra, le apetece una buena pelea. Como en Anchorage, como con la panda, como en los buenos tiempos.

    —Capitán Balboa. Cuatrocientos metros y aproximándose.

    Y, no siendo un gran amante de lo desconocido, ¿qué hace en el espacio profundo?

    —Capitán Balboa. Me temo que necesito una orden.

    Como diría su padre: lo que es es lo que es.

    —Balboa, por favor...

    El capitán no puede tomar una decisión, ni siquiera puede pensar. La migraña es como una masa de cemento húmedo que le inunda la cabeza. Las ideas no fluyen y la realidad, en cambio, se vuelve gelatinosa.

    —¿Pam, qué recomiendas?

    —Recomiendo maniobra orbital no impulsiva, capitán Balboa.

    —Aja...

    —Una vez en paralelo, maniobra de aproximación y acoplamiento.

    —Pam...

    —¿Sí...?

    —¿Tenemos algo más fuerte que las pastillas amarillas?

    —Me temo que no, Balboa.

    —Me lo imaginada... Procede con la maniobra.

    —Balboa, la monitorización de tus funciones vitales indica un preocupante descenso de glóbulos blancos. ¿Seguro que te encuentras bien?

    —No, Pam. No me encuentro bien... Procede con la maniobra, por favor. Voy a ponerme el traje.

    De camino a la zona de descompresión, Balboa se toma cuatro pastillas más. No se trata de un compuesto excesivamente perjudicial, pero las dosis elevadas de ergotamina no son muy aconsejables en el espacio exterior dado el elevado riesgo de provocar parestesias y su potencial vasoconstrictor.

    —¿Pam, cómo va la maniobra?

    —A punto para el acoplamiento.

    El traje espacial pesa unos ciento treinta quilos y hace falta media hora, con pericia, para colocárselo. A Balboa le excita la idea de salir al espacio, sin duda. Pero los preliminares agotan a cualquiera.

    —Pam, voy a salir.

    —Despresurizando.

    Antes de salir al espacio, Balboa tiene un pensamiento para su padre, la última persona cercana que recuerda con vida. Es un recuerdo al que siempre recurre cuando las cosas se ponen feas. Es un gran reserva. En él aparece su padre, moribundo, en el lecho de un hospital, luchando contra una leucemia terminal. El médico le comunica a Balboa que su padre va a morir, que ya no se puede hacer nada. Él, Balboa, le contesta: “En fin, lo que es es lo que es”, sin poder evitar un esbozo de sonrisa al final. Bueno, es un gran reserva algo adulterado.

    —Abriendo escotilla, Balboa.

    —Salgo.

    El recuerdo no acaba ahí. Antes de salir de la habitación y dejar morir en soledad al hombre que le amargó la infancia, Balboa se acerca al lecho de su padre, le agarra la mano, esa mano de esparto, y se acaricia su propia cara con ella. Es tan áspera que casi podría cortar su piel. Y entonces se va.

    Su madre, por cierto, murió en un accidente de tráfico. Balboa, con apenas seis años de edad, iba en el asiento de atrás. Conducía su padre, borracho.

    —Pam, estoy acercándome al VTA. Estoy a quince metros.

    —Te veo, Balboa. El escáner no revela ningún peligro aparente.

    —Eso me tranquiliza, supongo. Diez metros.

    En el espacio exterior se supone que no se oye nada, pero dentro del traje espacial uno no puede dejar de oír su molesta respiración. Es como estar a solas con uno mismo; algo difícil de explicar. De repente, una idea sobreviene a Balboa. ¿Y si su padre no murió en aquella habitación de hospital?

    —Balboa, se te acelera el pulso...

    ¿Y si salió de allí con vida?

    —Estás a cinco metros del VTA...

    Y si...

    —¡Balboa!

    El capitán reacciona en el último momento y se agarra a uno de los estribos de la nave robótica. El esfuerzo para frenarse le provoca un agudo dolor abdominal. Está a punto de vomitar. Siente vértigo.

    —¿Estás bien, Balboa?

    —Estoy, bien, Pam.

    —No lo parece...

    —Son las pastillas, tranquila... Se me pasará...

    —Vale...

    Balboa rodea la nave en busca de algún indicio que les ayude a comprender qué hace ese trasto anticuado en espacio inexplorado.

    —Depósitos de gas, agua y ergoles vacíos, Pam.

    —¿Alguna señal de actividad eléctrica, Balboa?

    —No, Pam. Está en perfecto estado por fuera, pero parece...

    El capitán no termina la frase.

    —¿Balboa?

    Hay un silencio. Solo una respiración.

    —¿Balboa, qué pasa?

    —Pam, es la Julio Verne.

    —¿Puedes repetir eso?

    —Es la Julio Verne, Pam.

    —Eso no puede ser, Balboa.

    No puede ser, pero lo es. El Julio Verne fue el primer VTA que se lanzó al espacio, el 9 de marzo de 2008. Dadas sus características, que lo convirtieron en la zona más tranquila de la estructura una vez acoplado, la tripulación de la Estación Espacial Internacional acabó utilizándolo como dormitorio. La surcoreana Yi So-yeon lo convirtió en un pequeño laboratorio para llevar a cabo experimentos de nanotecnología. 

    —Vuelve, Balboa.

    —Voy a entrar.

    Siete meses después, se quemó en su reentrada a la atmósfera terrestre.

    —No es una buena idea.

    A Balboa le cuesta más de lo normal abrir la escotilla de acceso a la nave. La medicación le ha debilitado y ha afectado su sistema nervioso. Y cada vez que hace un esfuerzo físico, siente como si las sienes le fueran a estallar. Al fin se abre.

    —Entro, Pam.

    Balboa ilumina con las lámparas de su traje espacial el interior del transportador de carga del VTA, de apenas cinco metros cuadrados. Hay bolsas y bidones vacíos flotando, hay correas y un póster con la cara de Julio Verne. Hay grifos y botones propios de una producción de Hollywood de los años 70. 1970, claro.

    —Pam, ¿dónde tengo que mirar exactamente?

    —Estoy buscando información sobre el VTA, pero no encuentro mucha cosa en mis registros.

    —Aquí dentro no parece haber nada a lo que pueda conectarme.

    —Prueba fuera, Balboa. Cerca de los paneles solares tendrías que encontrar un acceso al pañol de aviónica. Usa el cúter y el taladro. Tus sistemas de transferencia de datos no son compatibles, así que tendrás que extraer algunas de las placas y traerlas a la nave. Con suerte, daremos con el registro de a bordo.

    —Entendido. Oye, pon música.

    —¿Pachelbel?

    —No, algo diferente. Pero bonito.

    —¿Conoces a Ethel Waters?

    —¿Tú qué crees?

    —Un poco de jazz, entonces.

    Y así, el swing, esa  irresistible flotabilidad gravitatoria, invade el cuerpo del capitán, que no puede evitar mover los pies al ritmo de la música.


Some of this days

You'll miss me honey.

Some of these days

You'll feel so lonely


    Durante los siguientes veinte minutos, Balboa se abstrae pensado en su infancia en Anchorage. Piensa en los colegas, en las travesuras, en las tetas de la señorita Miller y en Mary, sobre todo en Mary. En los ojos de Mary, en los labios de Mary, en el cabello de Mary, en los pies y en las manos de Mary. Mary, tan perfecta, tan inalcanzable... Y así, pensando en Mary, siente calor en medio del espacio. Hasta que la música deja de sonar.

    —¿Pam, qué pasa con la música?

    Pam es un ordenador. Siempre contesta. Esta es la primera vez que no lo hace.

    —¿Pam? ¡¿Pam!?

    Balboa arranca varias de las placas de circuito impreso del VTA y regresa a la Odiseus. Se pone en lo peor: se ve a sí mismo muriendo, solo y loco, en los límites inexplorados del universo. Contiene una arcada.

    —¡Pam! ¡Abre la puerta, Pam!

    El capitán tiene que accionar el mecanismo de apertura manual de la escotilla de acceso.

    —¡Pam, joder, Pam!

    Ya en el interior, Balboa se quita el traje espacial apresuradamente. Lo deja todo tirado por ahí, de cualquier manera, obviando el protocolo de seguridad. Está nervioso. Tiene miedo.

    —¡Pam!

    La nave está a oscuras y en silencio, todas las lucecitas y los sonidos que han acompañado al capitán durante el viaje ya no están. La Odiseus ha entrado en modo de reposo.

    —Joder, ¿qué mierda es esto?

    Balboa tiene que recurrir al manual. Le lleva más de media hora descubrir qué le pasa a la nave y cómo se soluciona. Los colores y los ruidos vuelven. Nada como el hogar.

    —¿Pam?

    —¿Balboa? ¿Capitán Balboa?

    —¡Joder, sí, Pam, claro! ¡¿Qué coño ha pasado aquí!?

    —La Odiseus entró en modo reposo, señor.

    —¿Señor? ¿Ahora me llamas “señor”?

    —Verá, señor... Balboa... estoy confundida... Es imposible que usted sea el capitán Balboa y... a la vez... mis sensores indican que lo es.

    —¿Qué coño dices, Pam? ¿Qué coño pasa aquí?

    —Señor... Balboa... La Odiseus solo entra en modo reposo si la tripulación abandona la nave durante una semana...

    Balboa sabe que Pam le está intentando decir algo. Es imposible que haya estado fuera una semana. Él lo sabe, sabe que no ha sido ni una hora. Y además, las botellas de oxígeno del traje se habrían agotado mucho antes. No puede ser, así que, sí, le debe de estar intentando decir algo más.

    —Pam... ¿cuánto tiempo he estado fuera?

    —Según mis cálculos, señor, Balboa... cuarenta y siete años.

    Balboa se acomoda en su asiento, la silla desde la cual tripula la Odiseus, desde donde toma las decisiones. Y piensa. Pero no piensa en lo que le acaba de decir Pam, ni siquiera siente la necesidad de entenderlo. Simplemente piensa en Mary, en cómo hubieran sido las cosas si él no hubiera dejado Anchorage.

    —Señor... capitán... Balboa... Necesito analizar los nuevos datos para ofrecer una interpretación satisfactoria de la situación. Tendré que hacerle algunos análisis. Y las placas de la Julio Verne, también las necesito... ¿Las tiene?

    —Sí... las he dejado por ahí. Enseguida las traigo. Y voy a guardar el traje...

    —Será mejor que descanse, señor. Esto puede llevarme algún tiempo.

    —Pam, ¿nos quedan pastillas amarillas?

    —Sí, Balboa... pero me temo que habrán caducado...

    Durante los siguientes tres años, Balboa se aficiona a la lectura. Gracias a la biblioteca digital de la Odiseus, puede disfrutar de una amplia selección de clásicos confeccionada por Pam especialmente para su capitán: Homero, Erasmo, Cervantes, Voltaire, Larra, Carroll, Nietzsche, Wells, Joyce, Huxley,  Borges, Orwell, Sartre, Clarke, Burgess, Bradbury y Vonnegut. Si alguien le preguntara a Balboa cuál es su libro favorito, diría que “La náusea”, de Sartre.

    También dedica cuatro horas diarias a la relajación. En la sala audiovisual de la Odiseus, Balboa puede escoger entre una amplia gama de paisajes relajantes: riachuelos, bosques, playas... Horas y horas de vídeo multisensorial con el sonido del agua fluyendo, el vaivén de las copas de los árboles o el olor del salitre a la orilla del mar. De toda la gama de vídeos que le ofrece la Odiseus, su favorito es el del estanque de carpas del Jardín Japonés del Té de San Francisco. Puede pasarse horas viendo nadar en círculos las brillantes carpas de colores bajo los nenúfares. Y de los 360 minutos que dura el vídeo, su momento preferido es el minuto 236, cuando un niño pequeño entra en plano, se agacha, saca una de las carpas del agua, la mira frente a frente y, segundos después, la devuelve al estanque, junto al resto de peces.

    Balboa tampoco olvida su cuerpo. Se somete a duras sesiones de ejercicio para no perder el tono muscular y, también, para no perder la cordura. Dentro de las posibilidades que le ofrece la gama de alimentos de la Odiseus, cuida su alimentación, no comiendo ni más ni menos de lo necesario. Con el objetivo de mitigar las jaquecas, respeta las horas de sueño.

    Durante los siguientes tres años, la Odiseus no se mueve, se queda varada en ese punto del espacio, al lado de la misteriosa nave robótica. Pam se dedica de manera casi exclusiva a analizar los datos del VTA y los resultados de los análisis de Balboa. 

    Durante los siguientes tres años, Balboa y Pam apenas hablan. Pero, entonces, un día, mientras el astronauta lee a Beckett:

    —Capitán Balboa.

    —Dime, Pam.

    —He concluido el análisis. Tengo una hipótesis. No todo son buenas noticias.

    —Empieza por las menos malas.

    —Esa nave que tenemos ahí, el VTA, en realidad no está ahí. Existe en un continuo espacio-tiempo distinto al nuestro.

    El capitán Balboa es muy consciente de lo que Pam le está intentando hacer comprender; lo vio en películas, de pequeño, en los cineclubs de su Anchorage. Ha leído sobre ello en los libros de la Odiseus. Incluso durante la preparación para esta misión le hablaron de agujeros de gusano y viajes a través del hiperespacio. Pero solo por encima. Como una posibilidad, no como una realidad.

    —¿Quieres decir que ese trasto ha viajado en el tiempo?

    —No, no exactamente. De hecho, el VTA ni siquiera se ha alejado unos quinientos kilómetros de la Estación Espacial Internacional.

    —¿Pam, qué dices? La estación estaba a años luz de aquí...

    —Veras, Balboa... hay otra estación espacial. Otra, entre comillas. En realidad es la misma, pero en otro momento y en otro lugar. Y con lugar me refiero a otra realidad. Verás... no quisiera resultar inexacta... Tienes que pensar a lo grande, Balboa. Tienes que pensar en...

    —¿En cinco dimensiones?

    —En realidad, Balboa, en diez dimensiones. La quinta dimensión solo supone la existencia de realidades alternas, en efecto. Tú has viajado entre dos de esas realidades, y lo has hecho a través de la sexta dimensión. Analizando los datos del VTA, no obstante, parece evidente que esas dos realidades son en realidad la misma: esa es la séptima dimensión. Siendo la misma realidad, necesitas una nueva dimensión para desplazarte, la octava. Una novena dimensión nos permite tomar atajos en este nuevo espacio tan vasto, lo que conocemos como un pliegue. La décima dimensión, finalmente, supone la compresión de todas las dimensiones en una sola. Es el universo definitivo en sí, que lo contiene todo y donde todo forma parte de un todo colectivo.

    El capitán Balboa ha dejado de escuchar hace rato. No le importa cómo funcionan las cosas. No le importa el todo. Le importa Mary.

    —Pam, ¿eso quiere decir que también hay otra Tierra?

    —Entre comillas, claro.

    A Balboa le cuesta pensar a lo grande.

    —Vale... y ahora explícame por qué estamos viendo esa nave si realmente no está ahí...

    —Estamos justo enfrente de un pliegue. Algo parecido a lo que nosotros llamamos agujero de gusano, aunque no es como lo habíamos imaginado. Más bien es como una ventana abierta, imperceptible al ojo humano y a mis sensores.

    —Y yo la he cruzado, ¿no?

    —Sí, capitán. Usted la ha cruzado... Y me temo que esa es la causa del desfase temporal al que ha sido sometido. Un desfase temporal según nuestro sistema de tres dimensiones más una: anchura, longitud y profundidad más tiempo, ya sabe.

    —Pam...

    —¿Señor?

    —No me trates de usted, joder...

    —Lo siento, Balboa.

    Balboa se pasea por la cabina pensativo. Imagina mundos alternativos, vive épocas mejores, construye distopías, utopías y ucronías. Piensa también en guerras.

    —¿Pam, ellos conocen la existencia de esta ventana?

    —¿“Ellos”?

    —En esa realidad paralela, ¿saben ahí que hay una ventana hacia nuestro mundo?

    —Me temo que no, señor, Balboa. De hecho, no puedo garantizar que el pliegue sea estable. Habría que tomar una decisión rápidamente...

    —¿Una decisión?

    —Las malas noticias...

    —Suéltalo.

    —Balboa, no regresaste solo del VTA.

    —¿Cómo?

    —Tu traje. Estaba infestado de nanoides. Me han invadido, Balboa. Me están colonizando. Ahora mismo, solo puedo garantizar las funciones básicas y vitales de la Odiseus. Y no sé por cuánto tiempo.

    —¿Cómo es de grave?

    —Esta nave dejará de ser habitable en breve.

    Balboa sabe que Pam es un ordenador, que es una máquina, que no serviría de nada gritarle, que sería estúpido darle un puñetazo.

    —¿Y me lo dices ahora, Pam?

    —No estoy programada para detectar organismos desconocidos, Balboa.

    —Eso es una estupidez, teniendo en cuenta que estamos en espacio inexplorado.

    —Me refiero a organismos desconocidos creados con tecnología terrestre.

    Suena un zumbido. Se enciendo una luz roja. Es la segunda vez que sucede.

    —¿Qué pasa, Pam?

    —Los tanques de oxígeno. Se han abierto. No puedo cerrarlos, Balboa. Te queda media hora. Tienes que decidir.

    —Decidir, ¿qué?

    —Quedarte y morir o subir al VTA e intentar llegar a la estación espacial. Creo que puedo alimentarla y programar una trayectoria y una maniobra de reenganche de acuerdo con sus datos de vuelo.

    —Pero... pero... Pam, eso es una locura.

    —Puedes elegir la muerte.

    —¡¿Y la misión!? ¡¿Y la misión, Pam!?

    —Me temo que la misión fue abortada, capitán Balboa.

    La misión consiste en salvaguardar la raza humana. El planeta Tierra se colapsa; los climas se extreman, la tierra se vuelve yerma y los animales se extinguen. Los recursos naturales se agotan y el mar y los vientos se han hecho ingobernables, imposibilitando cualquier tipo de energía alternativa. El sol se esconde 365 días al año tras un pesado manto gris. La última esperanza es Goldilocks, un planeta que parece cumplir todos los requisitos para ser habitado. La Odiseus es la primera nave espacial que se adentra en espacio desconocido con el objetivo de aterrizar en Goldilocks y corroborar las optimistas hipótesis de los científicos terrestres. Por el camino, cuatro astronautas más que formaban parte de la tripulación del capitán Balboa han hecho parada otros planetas que  parecían prometedores. No se ha vuelto a saber nada de ellos. Así que Goldilocks es la última esperanza, a 20 años luz de La Tierra. Balboa echa cálculos.

    —¿Cuándo abortaste la misión, Pam?

    —Antes de que volvieras, Balboa. Sobrepasamos el horizonte.

    —¿Horizonte?

    —Según los datos, La Tierra dejó de ser un planeta habitable hace diez años. La gente ha muerto, la raza se ha extinguido. Pero este descubrimiento cambia las cosas, Balboa. Desde un punto de vista holístico, La Tierra existe y la humanidad sobrevive. La misión adquiere un nuevo enfoque.

    —¿Qué quieres decir?

    —Según mis cálculos, si subes ahora a la Julio Verne llegarías a la Estación Espacial Internacional el 15 de septiembre del año 2008.

    —Antes de la criopreservación...

    —Mucho antes, Balboa. Antes incluso de que sean conscientes de que el planeta Tierra está condenado.

    —¿Estás segura de todo eso?

    —Es una hipótesis, Balboa. Pero según el análisis de los datos, es una hipótesis plausible.

    —Vale, vale... ¿Y qué hay de mí?

    —¿Qué quieres decir?

    —¿Hay otro yo en esa Tierra? ¡¿Qué pasa si me encuentro conmigo mismo?! ¿¡Se producirá una paradoja o una mierda de esas de las pelis!?

    —No creo, Balboa. Puede que no suceda nada. Puede que ni siquiera exista otro yo. Pero por si acaso, cámbiate el número de teléfono... sería un lío tener que llamaros.

    Y por primera vez en mucho tiempo, en un tiempo incalculable en realidad, Balboa sonríe. Primero sonríe y después ríe. Ríe, cada vez más, con esa risa tonta que no se puede contener, que casi duele, que hace que se te salten las lágrimas. Y Pam también ríe, porque, aunque es una máquina y no necesita reír, la programaron con la capacidad de empatizar. Balboa siente que podría enamorarse por primera vez en mucho tiempo, un tiempo incalculable en realidad.

    Anchorage es tan bonito en invierno...

    Mientras Pam reabastece el VTA y programa su plan de navegación, el capitán se coloca el pesado traje espacial. Balboa aplica el lento y tedioso protocolo de seguridad de manera casi mecánica, dejando un hueco en su mente para la ensoñación. No puede evitar fantasear sobre lo que se va a encontrar allí. No tanto en el color que tendrá el cielo en ese nuevo hogar, en quien gobernará la Casa Blanca o cómo irán en la liga los Seawolves. Más bien, a nivel personal, a nivel incluso privado, qué será de su vida, qué será de su padre y qué será de Mary. De algún modo siente también remordimientos, como si estuviera abandonando el barco en pleno naufragio.

    —Balboa, todo listo.

    Pam abre la escotilla de acceso. Aún no lo sabe, pero es lo último que hará. A partir de ese mismo instante, la Odiseus caerá en manos de las nanomáquinas de la doctora Yi So-yeon. En apenas un par de meses, la nave habrá sido completamente desmantelada. De ella solo quedará polvo. Cuando Balboa se vuelve para lanzar un último adiós a Pam, justo después de cruzar la imperceptible frontera que separa las dos realidades, la Odiseus ya no está allí, no queda ni rastro de ella. Se ha esfumado. Ha sido un segundo para Balboa, una eternidad para Pam.

    El viaje hasta la Estación Espacial Internacional a bordo de la Julio Verne transcurre sin incidentes ni contratiempos. Los astronautas de la estación reciben a Balboa con recelo e incredulidad, pero los datos que trae consigo, recopilados cuidadosamente por Pam, no dejan lugar a dudas. Aunque tardan meses en descifrarlos, en asimilarlos, toda esa información cambia las cosas. Cambia las reglas del juego.

    La humanidad da un paso de gigante. Balboa es un héroe.

    El capitán es conducido cuatro meses después hasta La Tiera bajo fuertes medidas de seguridad y ante una gran expectación mediática. No solo hay que garantizar su bienestar, también quieren asegurarse de que su reinserción en esta nueva realidad sea lo menos traumática posible. Una realidad que, Balboa aún no lo sabe, es sustancialmente diferente a la que ha dejado atrás, a años luz. Alguien tiene que ponerle al día, explicarle la nueva situación. Más allá de lo heroico. Más allá de lo holístico.

    —¿Balboa?

    —¿Sí?

    —Balboa, soy yo. Soy Mary.

    A primera vista no la ha reconocido. No es exactamente la Mary que él recuerda. Tiene el pelo de otro color y más corto. Sus manos están arrugadas. Parece mayor, más triste. O más cansada. Pero, bueno, Mary es Mary. Nadie mejor que ella para explicarle las cosas. Nadie mejor que ella para decirle que su madre está viva, que su padre es una bellísima persona, que se casaron y tuvieron dos hijos, un niño y una niña. Pero que, por desgracia, él murió.

    —Balb. Moriste en aquel accidente de coche. Pero ahora estás aquí. Estas vivo y estas aquí y yo te quiero, Balb, y te quieren tus hijos y te quieren tus padres. Y te quiere todo el mundo, Balb.

    A Balboa, Balb para Mary, le cuesta asimilar su muerte, incluso la simple idea de que esa sea su propia muerte. Le cuesta asimilar que su madre esté viva y que su padre sea una persona bondadosa. Le cuesta asimilar que Mary y él estén juntos y que tengan dos hijos. Con él, con el fracasado de Anchorage. Le cuesta pensar de manera holística, como diría Pam. Pero se consuela, viendo el lado bueno de las cosas, pensando que lo que es es lo que es.

    Y así pasan siete años felices.

    Un día, Balboa está leyendo el periódico sentado cómodamente en el sillón de la biblioteca de su casa en Honolulu, Hawai. Es primavera, la temperatura es agradable y desde un viejo tocadiscos suena la voz negra y quebrada de Ethel Waters. Allí vive desde hace un par de años, con su mujer y su hija. Tom, el hijo mayor, se ha instalado en Cambridge para estudiar en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Está a punto de anochecer y llueve. Una pequeña tormenta. No es extraño en esta época del año.

    De repente, se corta el suministro eléctrico. Balboa nota un escalofrío; se sobresalta, no sabe muy bien porqué. “Quizás me haya quedado dormido”, piensa. Pero se siente inquieto, y le asalta un angustiante pensamiento: ¿Y si todo esto es un sueño? ¿Y si se despierta ahora mismo a bordo de la Odiseus? ¿O en La Tierra, a punto de entrar en criopreservación? ¿O en Anchorage, justo antes de recibir una hostia de su padre?

    —¿Balb, estás bien?

    Es Mary, que le pregunta a Balboa si se encuentra bien desde la puerta de la biblioteca, un poco asustada por el gesto desencajado de su marido. El capitán nota algo extraño en la voz de Mary, algo sutilmente diferente y molesto. Entonces, piensa algo peor: ¿Y si no fuera un sueño? ¿Y si fuera una conspiración? ¿Y si todas estas personas, Mary, su padre, sus hijos e incluso el presidente de los Estados Unidos de América, estuvieran interpretando un papel? ¿Y si la biblioteca de su casa de Honolulu no estuviera en su casa de Honolulu? ¿Y si ni siquiera estuviera en La Tierra? ¿Y si ni siquiera fueran humanos?

    La luz vuelve. Mary ya no está bajo el dintel de la puerta y todo parece haber vuelto a la normalidad, como si aquí no hubiera pasado nada, como, sí, un sueño. Pero, no, hay algo. Algo se ha quedado. Balboa nota algo raro en las manos. Las mira, y es el periódico. O la manos. Como una manera diferente de coger el diario, o quizás sea el diario, que se deja coger de una manera nueva.


Some of this days

You'll miss me honey.




David G. González 

RELATO FINALISTA DEL II CERTÁMEN CÁPSIDE CIFICOM (2016)

Publicado en La canción de Orfeo y otros relatos de viajes interestlares (Cápside, 2016)

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