¿Fueron reales los Juegos Olímpicos de París?

Yo, como ustedes, soy de esos que no ven la tele, más por el empuje de la vida que por estar enemistado con ella. La amo, siempre la he amado, desde el Un, Dos, Tres hasta Master Chef. Pero ahora la vida nos ha separado, y me veo obligado a saber lo que se cuece a través de los resúmenes en redes sociales y otros artefactos similares. Así he asistido a los Juegos Olímpicos más ridículos de la historia, ya saben: el baile del canguro, el tirador turco a lo John Woo, el tipo ese que tumba el listón del salto de altura con el cimbrel, los nadadores vomitando en el Sena, el planchazo de la saltadora mexicana... Por no hablar de la insólita campaña antiwoke a la que nos han expuesto, desde la polémica en torno a la boxeadora argelina hasta el bombardeo de vídeos sobre atletas blancos venciendo en pruebas de velocidad. 


En casa de mis padres, en cambio, siempre han sido más de la tele de toda la vida. Allí, es tradición tener sintonizados los Juegos Olímpicos prácticamente las 24 horas. Pasaba por su casa en cualquier momento y podía disfrutar de una competición de esgrima, o de judo, o de cosas así... En cambio, no son mucho de redes sociales, porque siempre se la acaban dando con queso o les colocan algún malware. Así, uno de estos días, en una sobremesa, decidí sacar el tema de los Juegos convencido de que, dada tal afición y lo que estaba dando de sí la cosa, tendríamos mucho de qué hablar. Pero, no. Fue como si aquellos fueran mis padres de un multiverso diferente, donde hubieran tenido lugar otros Juegos. Muy parecidos, sin duda, pero sustancialmente diferentes. Me dije "no puede ser" y decidí sacar una baza infalible, la de la breakdancer australiana Raygun y su baile del canguro. Tampoco: No sabían quién era. No habían visto ni una sola imagen de aquel baile. Me miraron como te mira un perro desorientado. En cambio, supieron decirme que una japonesa se había llevado la medalla de oro en aquella misma disciplina, cosa de la que yo no tenía ni idea y ni tan solo me había preguntado. También que un pakistaní había roto el récord olímpico de lanzamiento de jabalina y que el último de los finalistas de los cien metros lisos hizo mejor tiempo que el mítico Carl Lewis. Por un momento dudé: ¿Habían existido los Juegos Olímpicos que yo había visto? ¿Existen los Juegos Olímpicos? ¿Existen mis padres? ¿Vivo acaso en una simulación a lo Matrix? ¿Y Tom Cruise, existe? ¿Existo yo?


Existe una modesta leyenda en torno a mí que dice que dejé de asistir al festival de Sitges porque me rechazaron una película y, en cambio, proyectaron una de Woody Allen. Muy a mi pesar, y aunque ambas cosas sean ciertas, debo desmontar el mito. La verdad es que dejé de acreditarme como periodista porque me sentía impedido para responder a los cada vez más exigentes requerimientos del departamento de prensa del festival solicitando que probara mi existencia. Tanta levedad me resultó insoportable.

Javier Heredia y yo, con el filántropo James J. Wilson, en Sants, no en Sitges (2009).

Curiosamente, o tal vez causalmente, mientras escribo esto se viraliza una charla de Jim Carrey en el Festival de cine de Toronto (TIFF) en la que el actor reconoce que nunca existió, si acaso fue la suma de sus personajes, incluido el de Jim Carrey.


Permítanme hablarles ahora de una revelación que tuve hace tiempo. Estamos, otra vez, en casa de mis padres, diez o tal vez quince años atrás (disculpen la inexactitud, pero he sido incapaz de encontrar ninguna referencia documentada). En la tele, el Sálvame de Jorge Javier Vázquez en su mejor momento. Kiko Hernández, hijo de Gran Hermano, y Mila Ximénez, histórica periodista del corazón, discuten acaloradamente sobre no sé qué personaje público (de nuevo, disculpen la inexactitud). Mientras, de fondo, asoma la débil voz de Lydia Lozano, conocida por el baile del Chuminero. Dice: "Eso es mentira", una y otra vez. "Pim", "pam", "pum" y "eso es mentira", así un buen rato. Finalmente, tras un último "eso es mentira", se produce un silencio que me resulta dramático. Kiko Hernández alza la voz entonces para lanzarle a Lydia Lozano un asqueado: "¡¿Y qué más da?!". Y vuelven a la greña.

Me parece trascendente: Los protagonistas de aquel circo televisivo no solo eran conscientes de que la información que manejaban era falsa, sino que también sabían que eso no importaba. Importaba tan poco que, pese a reconocerlo públicamente de aquella manera, no pasó nada. Nada cambió, ni en aquel momento ni durante la década siguiente. En cambio, en todas y cada una de las ocasiones que he relatado esta anécdota a algún colega de profesión, no he percibido ni una pizca de asombro, y diría incluso que ni de interés. ¿Tal vez por la intrascendencia de sus protagonistas? Un pensamiento absolutamente esnob, ya que el Sálvame de Jorge Javier Vázquez está en el podio de la innovación televisiva de nuestro país junto a Pepe Navarro y Emilio Aragón. Y soy consciente de que esta es una opinión que no se suele sacar a pasear.

Fuente: El Mundo Today

Volvamos a Matrix. En esta conversación, el actor Keanu Reeves explica la siguiente anécdota: Se encuentra en casa de un amigo, con tres hijos adolescentes. Ninguno de ellos ha visto The Matrix, así que el anfitrión le invita a explicarles de qué va. El protagonista de la revolucionaria cinta de acción les dice que trata de un tipo que vive en un mundo virtual que se pasa toda la peli intentando descubrir qué es real y qué no. Entonces, uno de los hijos le pregunta a Reeves "¿Y por qué hace eso?". "¿Qué quieres decir", responde el actor; "¿No quieres saber si algo es real o no?". El adolescente responde: "No". Supongo que, en aquella sobremesa, el bueno de Reeves también pensó, como yo en casa de mis padres, si acaso estaba viviendo realmente en una simulación.

Las élites pensantes están/estamos inmersas en un debate sobre los peligros de la IA generativa, que viene precedido por otro debate sobre las fake news y la posverdad, que ya venía precedido por un debate sobre el acceso a la información, que seguramente venía precedido por otro debate que ya no recuerdo... Pero, desde su/nuestra atalaya paternalista, en ningún momento le hemos dado importancia a la opinión de quién está al otro lado de la cadena: el receptor; que, en cambio, ha sido seducido por quienes dirigen el cotarro (y acabo de recordar el debate precedente: ¿Las televisiones dan al público lo que este quiere o este quiere lo que las televisiones le dan?).

Sin duda, los peligros de la información falsa son enormes, no estamos aquí para ponerlo en cuestión. Ya en la adaptación cinematográfica de The Ghost in the Shell (una película de 1.995 y una de las fuentes de inspiración de The Matrix, precisamente) se advertía de que uno de los grandes problemas del Ciberespacio en el futuro (ahora ya presente) sería la enorme cantidad de información falsa, caducada y errónea que circularía por él. Lo que vienen a advertir estas líneas es que la veracidad ha dejado de importar a pie de calle, sea esto por el alto coste de la verificación, sea esto porque así es más divertido.

Fuente: La Nación

En las viejas redacciones se ha generado un abismo insalvable entre los periodistas de la vieja escuela y las nuevas hornadas de licenciados en Comunicación contratados para redactar clickbaits. Me atrevería a decir que son dos oficios distintos, con rutinas distintas, que no pueden cohabitar en el mismo espacio de trabajo, aunque tal vez podrían aprender algo el uno del otro. El periodista de la vieja escuela, ya moribundo, ve con frustración como su noticia sobre el fracaso europeo de las políticas de acogida o la explotación desaforada del Mar Menor tiene menos visitas que otras informaciones con titulares tan jugosos como "Compartir la esponja con tu pareja ¿es amor o una asquerosidad?" o "Llevas toda la vida usando mal la cuchara del Kinder Joy y no la sabías". [Dicho esto, nótese que ya nadie compra el periódico].

Vivir en la mentira (entendida aquí como una construcción social y no tanto como una fake new) siempre nos ha hecho más felices y, además, ha servido para reforzar el sentimiento de pertenencia a algo tan heterogéneo como la Humanidad. Sin duda, todos somos más felices pensando en Santa Claus o el ratoncito Pérez y más humanos creyendo que la Gran Muralla China se ve desde el espacio o que Napoleón era bajito. Sin duda, uno no quiere saber que lo Reyes Magos son los padres o que todo aquello de Ricky Martin y la mermelada nunca sucedió. Pero más felices no es más libres.

Alvy: Ustedes parecen ser una pareja muy feliz. ¿Lo son?/ Ella: Sí / Alvy: ¿Y por qué creen que es así? / Ella: Yo soy muy superficial y vacía, no tengo ninguna idea, ni nada interesante que decir. / Él: Yo soy exactamente igual. (Annie Hall. Woody Allen, 1977)

Dicho todo esto, apenas han pasado unas semanas de los Juegos Olímpicos y ya estamos hablando todo el día en la tele y en el bar de esos tipos en pantalón corto que le dan pataditas a un balón. El atleta cubano que ha ganado el oro en cinco ediciones consecutivas de los Juegos ha dejado de existir. La gimnasta norteamericana que se ha colgado tres medallas pese a una enfermedad incurable ha dejado de existir. La primera persona refugiada que ha conseguido una medalla olímpica ha dejado de existir. Nunca han existido. Nunca existirán.

David G. González

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