La tele no muere: Atrapados en un formato que popularizó Alfonso Arús en los 90

Este verano tuve un trastorno de ansiedad y dejé todas las redes sociales.

A la única a la que he vuelto es a Facebook, que seguramente es, de las principales redes, la que menos crece. Aunque sigue siendo la red con más usuarios, más de tres mil millones, no es la favorita de los internautas (Instragram y Whatsapp la superan), ni tampoco la que tiene el mayor promedio de tiempo de uso, donde se lleva la palma, de calle, la adictiva Tik Tok.

Usted se preguntará por qué yo, un hombre de su tiempo, me aferro a una aplicación que después de 20 años apenas ha evolucionado aparentemente. La respuesta es tan sencilla como transgresora: es la única red social que queda. Es el único espacio digital en el que puedo encontrar a mis amigos e, incluso, hacer nuevas amistades. Hablar de cine. Ver cómo está mi abuela. Saber qué hacen mis ex. El tecnólogo Santiago Bilinkis lo explica muy bien: "Hoy, las redes sociales son la nueva televisión. Se están convirtiendo en redes que te atrapan, donde lo social va perdiendo sentido. El objetivo es entretenerte de la mejor manera posible, sin conectarte con nada ni con nadie, mirando videos de un senegalés o un blooper". Tik Tok y la mayoría de "redes sociales" que siguen su modelo de éxito te lanzan vídeos a la cara, uno tras otro, creando ese efecto liberador de dopamina del que tanto se ha hablado ya. Es una droga. Y así, hemos vuelto a algo tan viejuno como Vídeos de primera, el alocado programa de vídeos domésticos que popularizó Alfonso Arús en los 90. 


Esta idea me lleva a recordar algunos mitos académicos de principios de siglo ya desmontados: la TDT nos permitiría interactuar, el e-book acabaría con el libro y, sobre todo, la televisión moriría. Sí, el consumo se traslada de la televisión terrestre al plano digital, sea esto las OTT, cualquier app o, simplemente, Internet. Sí, han aparecido nuevos aparatos, como la tablet o el smartphone, y, evidentemente, el portátil o el ordenador de sobremesa. Y, sí; la tecnología, como siempre, ha provocado la aparición de nuevos formatos (el pódcast, el streaming, el 9:16...) y maneras de consumir contenidos (en la calle, en el metro, en el lavabo...). Pero, al fin y al cabo, todo esto significa en esencia que hemos cambiado el aparato a través del cual nos hacen llegar toneladas de información. Y, sí, en efecto: esas toneladas de información se han multiplicado y multiplicado, creando una sensación de libertad que, como veremos, es, a todas luces, ilusoria.

Hace tiempo que viene tomando fuerza la moda de no "ver la tele". Ya cuando estudiaba, y de eso hace más de veinticinco años, algunos protohipsters, a los que entonces llamábamos bobos (de "bourgeois bohemian", no de "tontaina"), alardeaban de no tener televisor en casa. Ahora ya es habitual que, a la salida del cole, por ejemplo, algún progenitor te espete un: "No, es que no tenemos tele", seguido de un "Solo vemos Bluey" o algún otro pilar de la crianza constructiva. A este tipo de bobo se le suma el cuñao, que ya no ve la tele porque se pasa la noche viendo un streaming del Xokas, un pódcast para emprendedores o cualquier serie de Netflix [y dejo apuntado aquí que Netflix ha sido pionera en incluir contenidos puramente televisivos, como el reality o los concursos, en su catálogo]. En ninguno de los casos existe interacción (acaso en el caso del streaming) y, aún menos, nada que se parezca a socializar.


La vida se ha trasladado de tal manera al smartphone que, de hecho, los jóvenes de hoy son los que menos follan: El 23% de los muchachos de entre 18 y 29 años no ha tenido relaciones sexuales este año. Podría parecer contradictorio en la época de Tinder, pero el dato no hace más que apoyar la teoría aquí expuesta: Rechazando a todos esos jovenzuelos con un simple movimiento dactilar, ¿a cuántos hemos dejado de conocer? (Dejo de lado otras explicaciones socioculturales que no vienen al caso, por no hablar del efecto que está provocando PornHub).

Si nos fijamos en los más peques, ellos se pasan cuatro horas al día, de media, delante de una pantalla. Que yo recuerde, en mi época, si mirabas la tele más de una hora te quedabas ciego. No quisiera abrir aquí el melón de la crisis de la imaginación, pero en los 80 no había tablets, ni extraescolares tampoco. Con suerte, tu madre no trabajaba y con un trozo de cartón y unas tijeras te ponía delante lo que hoy la pedagogía de postín llama "propuesta". Y todo estaba rodeado de solares, así que nos pasábamos el día en la calle jugando a indios y vaqueros, o saltando a la comba, o construyendo tramas con los G.I. Joe y las Barbie. No quiero caer en la trampa de idealizar los 80, que, sin duda, tuvieron su lado oscuro. Pero desde que la cultura audiovisual es la imperante, todo nos viene dado. Al contrario de lo que sucede ante un libro o un disco, ver un programa de televisión, una serie o una película no requiere poner en marcha ese músculo atrofiado que es la imaginación [Habiendo, evidentemente, ejemplos de todo lo contrario, como El Camaleó (Joan Ramon Mainat y Miquel Àngel Martín, 1.991), Twin Peaks (David Lynch y Mark Frost, 1.990) o, uno de los casos más explícitos, Los límites del control (Jim Jarmusch, 2.009)]. Tal es la discapacidad, que solo hemos sido capaces de resucitar un medio tan maravilloso como la radio poniendo un cámara delante. Pódcast, lo llaman.

Lo que no había en los 80 eran tantos "canales". De hecho, había tres. Hoy, las opciones son muchas más, aunque mucho menos diversas de lo que nos hacen creer. Una vez te metes en alguna de las decenas de plataformas de contenido que existen, puedes elegir entre cientos, si no miles, de series de ficción y películas. La mayoría de ellas, no obstante, reproducen los mismos cánones y están cortadas por el mismo patrón, por decir elegantemente que son la misma mierda. Aquí lo que tenemos es una nueva comunicación de masas que, si bien ya no es tal cosa, se parece.

Marshall McLuhan acuñó la célebre frase "El medio es el mensaje". Imagen: Winnipeg Free Press

En su definición clásica, la comunicación de masas consiste en difundir un único mensaje a una gran audiencia al unísono. La televisión convencional, por tanto, era un instrumento, si no un arma, ideal para este fin, por no decir ideado. Con Internet y los consumos asincrónicos aparece la atomización de la audiencia. El espectador, ahora usuario, puede elegir qué ver, pero también cuándo, dónde y cómo. La única opción que le queda al Poder (siendo aquí "el Poder" una figura inconcreta, como Dios) para seguir enviando sus mensajes de manera masiva es controlar todos los micrófonos. Si bien así el mensaje no es siempre exactamente el mismo, este se parece mucho. Y, véase la perversión: cuántas más voces lo repiten, mayor autoridad parece tener. Aquí no se me ocurre un ejemplo mejor que el del término "feminazi", que ha conseguido instalar en el imaginario colectivo la loca idea de que las campañas por la igualdad salarial o contra la violencia de género tienen algo en común con el genocidio organizado en el Tercer Reich (leer Hombres blancos cabreados, de Michael Kimmel).

No dejo de ver una conexión aquí, tal vez un tanto orweliana, entre el control y el fin de las tribus urbanas. En este interesante artículo de Carlos Benito, Carles Feixa, profesor de Antropología Social en la Universitat Pompeu Fabra, dice, entre otras cosas: "La cibercultura aumenta la velocidad de transmisión de las subculturas juveniles y consolida su globalización. Por otra parte, genera espacios propios donde jóvenes con afinidades estéticas, musicales, lúdicas, políticas, pueden encontrarse". Es decir, Internet no solo facilita encontrar gente afín, sino que, teniendo el mundo al alcance, ¿por qué enfundarse en una chupa de cuero y limitarse a la plaza del pueblo? ¿Engominarse la cresta para destacar solo en el local de moda de tu ciudad?

Agosto de 1.984, Aste Nagusia (Bilbao). Eskorbuto, Decibelios, La Polla Records y Desechables. Fuente: El Correo.

Hay algo de bondad en esta idea, que nos remite a la Primavera Árabe o al 15M. Pero, entonces, ¿las redes sociales son buenas o malas? La pregunta es tan cándida como obvia, y ya se había planteado antes a propósito de la televisión: Depende del uso que les demos. Durante los primeros y largos años de desarrollo de la red de redes, los usuarios construyeron una Economía Social del Conocimiento que se basaba en su libre circulación. Una suerte de capitalismo de izquierdas que se construía sobre la idea de que el conocimiento es un bien público que debe ser distribuido sin el control del Estado, ni mucho menos del Dinero. Treinta y cinco años después, el conocimiento se ha convertido en un bien de consumo. Esto es: tiene precio. Tres ejemplos en clave pop de que, como dijo Leonard Cohen, "cualquier sistema que montéis sin nosotros será derribado":
  • En 1.991 nació idSofware, un pequeño sello de videojuegos independiente, casi pirata, capitaneado por los programadores John Carmack y John Romero. Su historia nace en el caldo de cultivo del freeware y acaba revolucionando la industria del videojuego para siempre con títulos como Wolfestein 3D y, sobre todo, Doom. En 2.020, y después de escándalos propios de la erótica del dinero, fueron absorbidos por la multinacional de Bill Gates, Microsoft. (Leer Maestros del Doom, de David Kushner).
  • En el año 2.000 (el año que los ordenadores debían acabar con la civilización, por cierto), el músico argentino Andrés Calamaro, a punto de entrar en una etapa de ostracismo a causa de su buena relación con las drogas y mala relación con la autoridad, sacó un disco de 103 canciones. Se tituló El Salmón, hicieron la portada con Paint y a la discográfica le costó encontrar un tema que funcionara como single (fue este). Mientras tanto, y con la ayuda de los internautas, el exlíder de Los Rodríguez compartía de manera gratuita sus canciones a través de la web DeepCamboya. Uno de los impulsores del rock latino, quien había llegado en diversas ocasiones al número uno de los 40 Principales, desafiaba desde dentro a la industria discográfica en plena crisis Napster, aunque no quedara muy claro el motivo. Hoy, después de dejar un poco las drogas, una gira de regreso triunfal y colaboraciones con artistas a resucitar (Fito) o promocionar (C. Tangana), es un músico cancelado ya no solo por sus viejos temas sino también por sus comentarios cavernarios.

C. Tangana y Calamaro, como escondiéndose. Fuente: La Nación.
  • Último ejemplo. Balastro, un juego independiente de cartas, se ha convertido en la sorpresa del año después de recoger varios premios en los Game Adwards. El sistema de calificación europeo PEGI, que determina la edad recomendada para cada juego, le ha otorogado un +18 por su vinculación con las apuestas, limitando así sus perspectivas de ventas. La decisión, acertada por otro lado, choca con el +3 que el mismo organismo otorga a franquicias millonarias como el EA Sports FC 25 (antes simplemente, FIFA), juegos que incluyen loot boxes: una especie de "cofres sorpresa" que puedes comprar para obtener beneficios en la partida. Estamos ante la monetización de las clásicas recompensas variables aleatorias, pura dopamina. Otra vez Bilinkis: "A veces te sale algo espectacular y a veces no te sale nada. Solo eso es suficiente para generar un efecto psicológico de tremenda adicción. En el FIFA, que era un juego de futbol, ahora abres sobres donde tocan jugadores que después se incorporan a tu equipo. La apertura de esos paquetes le interesa a los chicos más que jugar el partido mismo". Es el principio básico de las máquinas tragaperras; un casino al alcance de la mano. Concretamente de la mano de once millones de jugadores activos.

El streamer DJMario con sus cromitos.

Recuperemos el hilo y volvamos a la televisión, porque tengo que reconocer que estaba generalizando tal vez en exceso. Es evidente que entre tanta oferta debe de existir cierta diversidad, como demuestra el hecho de que el perfil del usurario de Netflix y el de Filmin son distintos, aunque no excluyentes. También el de DZN y el de Arte. Es precisamente en esta variedad donde los gustos que se alejan del mainstream pueden encontrar el menú que les satisfaga. La pregunta, de nuevo, es cómo orientarse entre la infinita morralla. Sin duda, el papel que antes jugaban los libreros, los videoclubs, los críticos de cine e incluso los profesores (¿Queda algún profesor de primaria que enseñe Cine a niños que no saben ni sabrán jamás qué es el Cine?) lo hacen hoy los "influencers", por usar la jerga al uso.

Fallida campaña de comunicación de Blockbuster para hacer frente a la pujante Netflix.

Y cuando uso esta palabra, eviten pensar en Ibai o el Rubius. Piensen en todos esos amigos y conocidos, contactos, profesionales liberales, simples cinéfilos, colaboradores de radios y diarios que le abren la puerta a un mundo desconocido con sus recomendaciones. No dejan de ser influencers, en su medida; tal vez, como yo mismo, en el rellano de su escalera. Algunos lo hacen por dinero, pero la mayoría por pasión o, incluso, porque sienten la necesidad de contribuir al bien común. Otros, todos un poco, por ego. Es gracias a la red de Mark Zuckerberg, precisamente, que puedo disfrutar de la lista de las mejores películas del año que confecciona el editor Lluís Rueda. O lo propio con la Literatura que hace diligentemente el ensayista Nadal Suau. O de un cómic que rescata del olvido el escritor Hernán Migoya. O del aviso del editor Pablo Herranz de que en La 2 están echando una joya del cine italiano. Evidemtemente, de todas las recomendaciones de Toni Benages en el canal de YouTube de freakyonline! O, también, de la crítica afilada sobre la última película de Clint Eastwood del padre de mi mejor amigo. O de un comentario nostálgico en un grupo de cine de los 80. Y, después, la conversación se alarga, en el mismo post, en un mensaje de Messenger o de WhatsApp. Si hay suerte, en una llamada. 

Sí, Facebook tiene detrás todo lo malo de cualquier conglomerado multimillonario; no es ese el tema. Lo que interesa aquí es que tal interacción no existe en la televisión, ni en la que ahora mismo es la más extrema de las redes: Tik Tok. Y ahora, el "televisor" ya no está en el salón de tu casa, está en la palma de tu mano. Y, además, tienes un casino y una aplicación de citas. Y puedes comprar lo que sea, que te lo traen a casa. Eso sí, no puedes preguntarle al tendero del barrio, ni hacer el amor con tu vecino. Y ya casi ni llamas a tus amigos.

La Televisión no ha muerto. Cambia la tecnología, tal vez los contenidos parezcan distintos, pero la función es la misma. No es baladí que este 2024 hayan cerrado sus emisiones todos los canales SD de la TDT para ceder las bandas de radiodifusión que ocupaban a la tecnología 5G. En 2025, España se marca como objetivo que el 100% de su población tenga una conexión de al menos 100Mbps. Dicen que es para eliminar la brecha digital. Sin duda: Nadie desconectado.

Matrix: Resurrections (Lana Wachowski, 2021)