Sobrevivir a Millás (o la melancolía como barrera cultural)

Siempre he tenido claro que me gusta Juan José Millás, que es uno de mis autores favoritos, de hecho; que sabe cosas de mí que ni yo sabía. Así que el otro día, en un librero de viejo, de todos los libros que ahí tenían, me llevé a casa La soledad era esto, Premio Nadal 1990. Antes, esas cosas, los premios, importaban.

Fuente: Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

Lo dejé para otro momento, porque entonces andaba enfrascado en la lectura de Fat City, de Leonard Gardner (lo apunto porque tal vez importe, no sé...), y me dispuse a guardarlo en mi biblioteca personal, junto al resto de libros de Juan José Millás. Pero de Millás resultó que solo tenía un libro, El desorden de tu nombre. La tengo un poco desordenada, la biblioteca, entre libros, pelis y discos, pero después de varias revisiones la verdad prevalecía: solo tenía un libro de Juan José Millás. Peor aún: solo había leído un libro de Juan José Millás.

Y aún más: si me preguntaran hoy, mientras escribo esto, de qué va El desorden de tu nombre, la verdad es que no tengo ni idea. Tan poco me importa en realidad, que ni siquiera me he molestado en echarle un ojo a la sinopsis. Solo sé que, a mis tiernos 20 años, me atrapó, como un adolescente se deja atrapar por su profesor de Literatura, y que su sorpresivo final, más propio de un cuento que de una novela (después volvemos a esto, que hay trampa), me ha perseguido toda la vida.

Si pienso en El desorden de tu nombre y en Juan José Millás (concretamente en una foto de Juan José Millás en la que aparece ligeramente descamisado y con un cigarrillo en la mano, mirándote como si te fuera a violar), pienso en Madrid, o en la idea que tengo de Madrid, de un Madrid que ya no existe; centro cultural, o baricentro, de un país de países (que ya tampoco existe). Un quilómetro cero por el que todo el mundo quería pasar, o por el que se debía pasar; un Madrid de charlas en el café Gijón, de movidas y monteras, de las canciones pseudoproges y protomachistas de Sabina y de la nariz rota de Poli Díaz; un Madrid en el que los poemas de Roger Wolfe importaban.

Madrid funciona aquí como símbolo, no como sujeto. Es una idea, una foto:

Foto: Anna Löscher

Una vez fui a ese Madrid. Lo he visitado después, pero ya no era ese Madrid; era el Madrid del Rey León y de Mario Vaquerizo, que es como una copia de Alaska, que ya era como una copia de algo. De ese primer viaje, iniciático para mí, tengo vagos recuerdos: de mi compañero de habitación vomitando en la cama, de tuberías calientes y oxidadas, de chulos, putas y cruz de navajas, de un cuadro de Lucian Freud mirándome, de Mendieta marcando un gol realmente increíble y de cubatas fluorescentes de vodka con lima. También de cosas que no fueron y pudieron ser. Esos fogonazos son lo único que queda de un Madrid que quizás solo existe en mi cabeza y que jamás he vuelto a encontrar, ni a buscar. En ese Madrid soy perseguido por un tipo que siempre va por delante.

Fuente: Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

Antes he mentido. Me gustan las mentiras que ayudan a vehicular el mensaje de manera más eficiente, más clara; sin las imprecisiones de la realidad. "Imprime la leyenda", que dicen que dijo Ford. El desorden de tu nombre no es lo único que tengo en casa de Millás; también un cuento, que a veces parece que no cuenten. Es como si las cosas cortas no importaran, como si un rayo o un último suspiro fueran cosa menor. El cuento en cuestión es Simetría, la historia de un hombre que es perseguido por otro, pero por delante en lugar de por detrás. Se puede encontrar en Son Cuentos, una antología imprescindible para entender, precisamente, ese Madrid, seleccionada por Fernando Valls, un tipo que tiene un currículum de 150 páginas.

Es curioso que los cuentos, como los cortometrajes, casi como los poemas, se hayan mantenido siempre en un gueto para consumidores de cultura especializados. Es curioso que suceda aún ahora, que con esto de las redes sociales se dice que las cosas tienen que ser breves e impactantes. Tal discurso, algo trasnochado, me suena ya pasado de moda, más propio de la época dorada de la MTV que de la era de Internet. En realidad hoy se consumen contenidos audiovisuales de duraciones impensables hace pocos años, sobre todo desde el punto de vista de montaje y ritmo. Los jóvenes no siguen los códigos audiovisuales de quien produce contenidos audiovisuales (hoy en día, los hijos de la MTV, precisamente); así que ellos mismos se han tenido que lanzar a crear sus propios vídeos, algo que los mass media, en su inevitable crisis, no pueden reproducir, ni captar, ni apenas comprender. Si le echan un ojo a la tablet del hijo de su vecino, encontrarán entre "lo más visto" tutoriales interminables sobre cómo abrir un huevo Kinder y señoras con voz de niña del Exorcista jugando a casas de muñecas, o tal vez soporíferas partidas de gamers, matándose entre ellos y conduciendo camiones por carreteras infinitas. Recordemos que unos de los vídeos más populares de la Red es este. En el cine, lo mismo: Tarantino ha matado la moda impuesta por él mismo en los 90, cuando todo debía ser contado en 90 minutos. ¡Y las series! ¡¿Qué hay más largo que una serie?! Solo una cosa: un best-seller. No puedo pensar más que tal confusión es producto de la esquizofrenia posmoderna que nos abate. Luchar contra ella desde la razón es como enfrentarse a molinos de viento: En la época del clickbait (¡¿qué hay más breve que un titular?!) el contexto está fuera de lugar. 

Fuente: La Nación

Millás escribía cuentos cortos y novelas que no eran muy largas, y a medida que fue haciéndose un nombre a golpe de premio sus novelas se volvieron cada vez más largas y su pelo, cada vez más cano. Su figura, siempre presente a través de los artículos de El País, que es como Sabina, me fue interesando  menos con el tiempo, como me ha interesado cada vez menos Scorsese, que también se ha ido haciendo más y más largo. De hecho, creo que, en general, ya a nadie le interesa Millás. ¿Quién habla ya de él? ¿Cuándo tuvo lugar en este país la última conversación de bar sobre Millás? ¿Qué importa que saque libro o no? ¿Quién se va a sentir arrebatado por la lectura de Que nadie duerma? ¿Qué fue de él, qué fue del café Gijón y de las chaquetas de pana? ¿Cómo sobrevive Millás en el mundo de Ibai Llanos? ¿Por qué este post va de Millás? 

Hagamos un experimento. Cierre los ojos y piense en ese Madrid cheli en el que Millás escribía sus novelas sentado en los pupitres del Ateneo: Chueca, la heroína, los billares, Torrelodones, las tribus urbanas, el Rock-Ola, la estanquera de Vallecas... Y ahora piense en esa imagen edulcorada de los años 80 que le están vendiendo hace más de diez años: Los Goonies, el Un, Dos, Tres, el palodú, la SuperPop, el pezón de Sabrina... ¿Algo no cuadra, verdad? (Y si nos metemos en La Movida ya ni le cuento).

Así que este post no va de Millás. Millás funciona aquí como símbolo, no como sujeto. Este artículo va de Roger Wolfe, un autor que resulta imposible reivindicar hoy en día. Dijo, precisamente: "«Reivindicar» debe de ser uno de los verbos más gastados por el uso, y en última instancia vacíos de contenido, de la lengua". Hagamos otro experimento. Lea este poema, de los más célebres de Wolfe. Disfrútelo sin más, como un niño:


Café y cigarrillos

Salgo del trabajo. Los huesos, el cuerpo entero

dulcemente dolorido, como –a veces–

después de un polvo de los buenos.

La luna, sajada en dos pedazos, me recuerda

el ojo ese famoso de Buñuel,

asomada un tanto tenebrosamente

por encima de los árboles.

El coche no me arranca. El parabrisas

es una roca enorme y congelada.

Así que vuelvo a casa andando,

velado el claqueteo de mis pasos

por la luna, la cabeza

llena de café caliente y cigarrillos.

Llego al portal y me detengo,

soplándome en las manos, bajo

el arco de luz que proyecta la ventana

sobre el hielo, la hierba sucia y abrasada.

Y al otro lado de esa luz te encuentras tú.


Y es que un hombre necesita en esta vida

otras cosas que no sean

lunas surrealistas, coches, oscuras

películas de Luis Buñuel.


Y ahora soporte este fragmento de la entrevista antes citada:


A las mujeres las adoro por encima de todas (o casi todas) las cosas, y las entiendo mejor de lo que ellas se entienden a sí mismas. Lo que a las mujeres les falta son hombres de verdad, en el sentido más amplio, pleno y profundo de la palabra. Por eso están desesperadas; por eso dicen, medio en broma medio en serio, que «los hombres son como los pisos; todos los buenos están siempre cogidos». ¡Ja ja ja! Puedo hablar, con gran conocimiento de causa, de las mujeres. Yo mismo, como todos nosotros, tengo una parte de mujer; todos somos masculinos y femeninos a la vez. Las mejores mujeres que conozco se caracterizan por tener sumamente desarrollado su lado masculino. ¡Sin dejar de ser por ello auténticas bellezas, exteriores e interiores!


Si usted le lee a su próxima cita de Tinder Café y cigarrillos, la tendrá en el bote seguro. Si después, ya en casa, rememorando los momentos más húmedos de la noche, ella (la cita, sea chico o chica) googlea el nombre de Roger Wolfe, se topará fácilmente con la ristra de sandeces cavernarias que cito en el párrafo anterior, y ya no habrá más citas. Antes, uno construía una foto de sus poetas favoritos a través de sus obras. Vivíamos en esa bonita mentira. Ahora vivimos en otra.

También hay que decir que si este post lo hubiera escrito otra persona, Roger Wolfe no aparecía ni tan solo citado. Mi profesora de Literatura nunca me explicó a Whitman y El club de los poetas muertos le parecía una ñoñería. Sí me enseñó con entusiasmo el realismo sucio de Wolfe y otros versos célebres del castellano: "Aunque a veces sabe Onán / mucho que ignora Don Juan" (Machado, apócrifamente).

Quizás me esté dispersando; o tal vez no podamos evitarlo, sea intrínseco.

Es más que probable que a muy poca gente le interese mi relación concreta con la obra de Juan José Millás, y menos aún mi relación con Juan José Millás. Puede que tenga más jugo mi historia con Darren Aronofsky; al menos de él puedo contar que lo he visto en albornoz, y con Millás no me he cruzado ni por casualidad. Con Lorenzo Queen coincidí en cierta perfomance que tuvo lugar en una ciudad de extrarradio de cuyo nombre no quiero acordarme. Satoshi Kon me autografió poco antes de morir la peli que menos me gusta de todas las que ha hecho. Un actor catalán me pidió una loncha en Razz. Pero con Millás, nada remarcable. Solo ese libro del que ni siquiera recuerdo nada; excepto su final, que me persigue, pero por delante, como si nunca fuera a alcanzarlo. Como Michael Collins a bordo del módulo de comando de la misión Apolo 11, observando a sus dos compañeros dar saltitos sobre la superficie lunar.

Supongo que les suena esa sensación de domingo por la tarde.

David G. González




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