Dum Dum, Migoya, Manuela y Juarma: Al final siempre ganan los monstruos.

Como decía aquel, "las casualidades no existen"; así que no puedo evitar ver cierta intencionalidad en el hecho de que los últimos cuatro libros que he leído traten el mismo tema de fondo: la juventud. ¡Ah, eterna juventud!, como en Mear Sangre, la autobiografía del boxeador Dum Dum Pacheco. La juventud, clave para entender la persona que seremos, como en Baricentro, de Hernán Migoya, o la que somos, como en Al final siempre ganan los monstruos, de Juarma. Y la juventud como motor de cambio, como en Animales feroces, escrita bajo el seudónimo de Manuela Buriel. Pero, realmente, ¿tienen algo en común estas cuatro novelas (con permiso de Mear Sangre, que acaso no sea una novela)? Hagamos el viaje juntos.


Las cuatro obras han tenido buena acogida e incluso buena prensa (en ciertos círculos, claro; lo de Carmen Molas y demás Planetas lo dejo para otros círculos del infierno, digo de lectores). Animales feroces y Baricentro han aparecido en algunas listas que importan de lo mejor de su año. Al final siempre ganan los monstruos ha puesto a Juarma, también autor de cómics (como Migoya), en el lugar que se merece desde hace años. Y la reedición de Mear Sangre, pese a su arriesgada apuesta, ha sabido encontrar un hueco en el edulcorado revival en el que vive inmerso el lector millennial.

Además, tres de ellas, Baricentro, Al final siempre ganan los monstruos y Mear Sangre, se inscriben claramente en eso que algunos han querido llamar literatura de extrarradio, y que, pese a la voluntad discriminatoria de tal etiqueta, es más que necesaria (esa literatura, no la etiqueta). Destaco esta frase de Nadal Suau, que ya he sacado a relucir en alguna ocasión: "En diez años podríamos perder para siempre la posibilidad de leer de primera mano a los hijos de barrios populares, dado el contexto general de dinamitación tanto de la enseñanza pública como de cualquier mecanismo corrector de la desigualdad". Quiero decir: si Al final siempre ganan los monstruos fuera lectura obligatoria en la enseñanza secundaria, o al menos simplemente lectura, estoy seguro de que las cosas serían diferentes. No recuerdo haber leído nunca, y menos por recomendación de una institución pública, nada que hablara de chavales y como los chavales, de temas tan complejos y vitales como el consumo de drogas, el paro, la familia, las relaciones afectivas, los videojuegos y la redes sociales, incluso también de enfermedades mentales. Lo que ha hecho Juarma, desde el cariño, sin duda, pero con una mirada absolutamente fría y desmitificadora, adentrándose en los "diarios" íntimos de sus personajes, es no solo maravilloso sino además importante. Importa también cómo lo ha hecho: Desde su página de Facebook, colgando ahí la novela capítulo a capítulo, combinándolo con sus trabajos de jornalero, obrero de la construcción y camarero.

Juarma habla en su libro de una generación de jóvenes no ya de extrarradio, sino casi de una España profunda, que antes había sido una España negra, sobreviviendo como héroes en un mundo que se han encontrado hecho, pero que tampoco luchan por cambiar, sino solo por empujar hacia delante. Migoya, en Baricentro, se acerca más a la gran ciudad, y nos ofrece un retrato de los jóvenes que crecieron con la Transición, entre colmenas de edificios habitadas por hijos de la inmigración interior y solares en construcción donde jugar a indios y vaqueros. En el retrato de Migoya hay más romanticismo, sin duda, y aun así también vemos ahí las garras del monstruo. Hablo de ello con más detalle aquí.

Animales feroces coincide en fondo, pero tal vez no en forma. Aquí el mensaje es incluso más acusatorio: nuestros padres son el peso muerto que nos impide volar, que nos mantiene atados a las cadenas del statu quo. Ellos son los culpables de que la revolución no sea. Aquellos que alzan la voz son los raros, los diferentes, los que hay que etiquetar: góticos, deprimidos, raros, friquis, de barrio... A través de las cartas que el protagonista se escribe con su mejor amigo y de sus conversaciones con su abuela muerta (nótese que los cuatro libros están escritos en primera persona), compartimos los pensamientos de alguien que vive sin vivir en sí, atrapado en una cárcel simbolizada por su propio cuerpo. El autor, aquí bajo el seudónimo de Manuela de Madre (antes Colectivo Juan de Madre), se aleja del imaginario quinqui del extrarradio y ubica la acción entre clases pudientes y colegios bien, retratando unos padres que, sin duda, y sarcásticamente, se preocupan por el futuro de sus hijos. Una preocupación que no es otra que evitar que se desvíen del camino trazado.

Fuente: @MearSangre

Mear Sangre es la voz directa de una juventud irrefrenable, escrita por el mismo protagonista durante sus años violentos. Las peleas, la cárcel, el boxeo... Esa vida que mitificó De la Loma, tal vez involuntariamente, en Perros Callejeros es escupida aquí a bocajarro, sin adornos, sin artificios posmodernos. Lo que escribe Dum Dum es lo que hay, lo que piensa. Él es el que es. Y pese a toda esa sangre y ese orín, el boxeador escribe desde la épica, con cierta mirada romántica también, y sin ápice de autocrítica. Tiene claro, o al menos eso se desprende de sus palabras, que el salvaje no nace, sino que lo hacen (los otros, el sistema, Dios o el Destino...). Y te marca, sin duda, para el resto de tu vida, como se puede ver en su rostro.

A mí de joven no me gustaba leer, o eso pensaba. La verdad es que no me gustaba lo que me hacían leer, que es otra cosa. Puede que sea lo que le pasa a todo el mundo que no lee. Con doce, trece o catorce años, ¿quién puede apreciar los versos de Machado o los capítulos interminables de El Quijote? Peor aún, ¿cómo se puede identificar uno con una literatura juvenil aprobada siempre por los órganos competentes, que refleja siempre un mundo caducado? Recuerdo haber tenido que leer libros sobre chavales que escriben cartas a Bruce Springsteen (Bruce Springsteen, ¡pero bueno!) o sobre jóvenes que afrontan el bachillerato hablando en un argot que quizás en algún momento estuvo en uso. Y pese a todo, por aquella época siempre me apuntaba a la optativas de letras, ya que me exigían menos esfuerzo que las de ciencias. Empujar hacia delante, ya saben. Allí, afortunadamente, me topé con una profesora, Teresa, que nos fusilaba a libros, uno tras otro, de Apuleyo a Gil de Biedma. Yo me preguntaba a qué se debía aquel sadismo, si acaso aquella profesora no se había enterado de que las optativas eran para pasar el rato. Pero no era eso. Disparaba a discreción a conciencia, con la esperanza de que alguna bala diera en el blanco. Y así fue en mi caso. La educación no es el problema, es la solución. El problema es el sistema educativo.

Fuente: @bdncom

El pasado 19 de noviembre se desahució a 18 familias de un edificio ocupado del barrio de Sant Roc de Badalona, uno de los más pobres del país. Una veintena de menores fueron sacados de sus casas en medio de una performance de policías, políticos y medios de comunicación. La gente de Twitter no tardó en sacar espuma por la boca: "vividores", "ya tardaban en echarlos". Un concejal, en un ejercicio casi pornográfico, pió: "Al salir, una niña de cinco años le dice a su padre: ¿Dónde vamos a dormir esta noche?". Ni siquiera las plataformas vecinales fueron a darles apoyo; sus motivos tendrían. Hacía frío, y a los chavales los iban metiendo en coches policiales. No pasen por alto que ninguno de esos niños estaba en el colegio.

Sería una lástima que esos pequeños no leyeran, sería una lástima que nunca llegaran a escribir un libro.

David G. González

Comentarios