Baricentro. Hernán lo sigue haciendo por nosotros.

Creo que conocí personalmente a Hernán Migoya en 2012, con motivo de la salida al mercado de Plagio (Norma, 2012). Poco después se publicaba la adaptación al cómic de Todas Putas (Dibbuks, 2014) —que aún hoy sigue representando la entrada más visitada de este blog, espero que no solo por el título— y publicábamos el libro de relatos del Cryptshow Distopía, que incluía un relato de Hernán titulado Podemos (curiosamente esta reseña va de cosas que empiezan y acaban). Soy consciente de que llegué tarde a Migoya y me perdí sus años violentos, cuando hacía cosas como provocar crisis políticas en este país, enfrentarse a la "industria" del cine español, traernos las obras de Bagge o Clowes o entrevistar a Van Damme. Me hubiera gustado ser como él, o hacer lo que él, más bien; pero me llevaba la delantera y yo estaba en otras cosas. A mis hijas les enseñaré que la carrera para llegar a ser lo que uno quiere ser empieza pronto, que la vida se hace cada vez más corta, o al menos estrecha.

A lo que iba: desde entonces, la industria literaria en España ha experimentado una paulatina reconciliación con su autor maldito que me gusta pensar que empieza con los cuentos gráficos de Todas Putas y culmina ahora con Baricentro, por forma (lo publica Resevoir Books, subsello de una casa grande) y por fondo (sintetiza, o significa, todo Migoya). ¿Migoya acaba aquí? Quién sabe; quizás aquí empieza Hernán.

Fuente: underbrain.com

Así que esta será, probablemente, la última reseña que escriba de una novela de Migoya. Siento que ya no hace falta, que otros dirán y ya han dicho lo que hay que decir. Siempre me ha parecido necesario —o he necesitado— reivindicar desde mi pequeña atalaya aquello que merecía ser puesto en su sitio, habiendo contribuido o no a ello y aunque quizás no siempre haya estado acertado. Pero me gusta pensar que sí; que ese es mi aporte a la revolución. Migoya ya no necesita ser reivindicado; suyo es lo que le toca por derecho propio.

En 2017, con motivo de la edición de Deshacer las Américas (Hermenaute, 2016), escribí que Hernán lo hacía por nosotros. Seguramente lo hacía más por él mismo que por nosotros, sea lo que sea ese "nosotros"; pero, bueno, ¿quién no escribe —crea, en definitiva—, un poco o mucho para sí mismo? Fue Kurt Vonnegut quien dijo: Escribe para contentar únicamente a una persona. Si abres la ventana para hacerle el amor al mundo, o lo mismo para hablarle, tu historia cogerá una neumonía. Pero a "nosotros" ya nos sirve, porque nadie está tan solo.

En Baricentro, Hernán lo sigue haciendo por nosotros, poniendo todo en su lugar y dándole el contexto necesario, recordando cosas sobre nosotros que nosotros ya ni recodábamos, reconciliándonos con nuestros padres y con nuestros mejores amigos y enemigos, que a veces —normalmente— somos nosotros mismos, ambas cosas. El autor de Barberà del Vallés lo hace además desde la más absoluta honestidad —que no sinceridad necesariamente—, rehuyendo la aspereza que a veces le ha caracterizado, o caricaturizado, para hablar aquí desde el amor, en un sentido filantrópico.

La novela de Hernán (aquí tenéis la sinopsis) deambula, no sin cierto romanticismo, por una serie de recuerdos de infancia y adolescencia sin rumbo aparente, como la vida, que siempre te alcanza al fin y al cabo, en un círculo de monótona cotidianidad que nunca fue tal cosa —sino todo lo contrario—para un niño de diez años, para una tabla rasa que ahora es ya un hombre hecho y derecho pese a todo, o gracias a todo, que salda cuentas con el pasado. Ese pasado se construye a base de hostias, desamores, películas de serie B, novelas de misterio y discotecas y da forma también a una identidad cultural que hay quien se ha empeñado en encasillar dentro de la etiqueta de "literatura de extrarradio". Aunque no sé qué significa eso exactamente (¿Escrita desde el extrarradio?, ¿para el extrarradio?, ¿ambas cosas?, ¿ninguna?, ¿que nunca ganará el Planeta?), supongo que hay gente para la que etiquetar es una manera de señalar. 

Pocas veces antes en este país, y menos en una novela, se ha puesto en valor la cultura popular desde una perspectiva tan amplia y, sobre todo, sin voluntad de sentar cátedra. Lejos de ejercicios nostálgicos que rememoran una simple estética o, al contrario, una pasado demasiado negro, Migoya reconstruye aquí una parcela de identidad muy concreta, donde los hijos de la clase trabajadora de la transición somos lanzados a un mundo de colmenas de edificios y plazas públicas, televisores en color y centros comerciales, en un país de países también en construcción, que quizás solo estaba de fondo, pero nos daba sombra, o nos dejaba en la sombra. No es baladí. Como escribe Nadal Suau en este artículo tan extenso como necesario: En diez años podríamos perder para siempre la posibilidad de leer de primera mano a los hijos de barrios populares, dado el contexto general de dinamitación tanto de la enseñanza pública como de cualquier mecanismo corrector de la desigualdad, por no hablar de la creciente conversión de la literatura en complemento para outfits urbanos.

Parece que el país sigue en destrucción.

Gracias, Hernán. Gracias, Baricentro.

David G. González

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