"CARVALHO, LOS MARES DEL SUR", CONTRA EL SUPREMACISMO CULTURAL

Nunca, hasta ahora, había leído nada de Pepe Carvalho, el atípico detective de Vázquez Montalbán. Ni siquiera vi la serie aquella protagonizada por Puigcorbé (ni la de Poncela), suponiendo que tenga menos excusa ver una serie que leer un libro hoy en día. Mucho peor aún: nunca he leído nada de Vázquez Montalbán. Esto, que parece intrascendente para el universo, que sigue girando, es relevante en este caso, porque, como ha dicho en diversas ocasiones Hernán Migoya, la intelectualidad de este país ha expulsado de su canon la cultura popular propia, desde lo pulp hasta el cuplé, y ha abrazado en cambio lo foráneo, sea por esnobismo o tal vez complejo de inferioridad. No quiero disculparme, ya que, en última instancia, soy yo quien decide si abro un libro de Montalbán o uno de Frank Miller, pero no puedo evitar sentir, cada vez más, que he sido víctima de cierto supremacismo cultural.

Así que Los mares del Sur, la tercera adaptación al cómic firmada por Migoya y Salvador Seguí de las peripecias de Carvalho, es mi estreno con Montalbán. Al cerrar el libro, me ha venido a la cabeza la primera ocasión en que oí hablar de este proyecto. Fue tomando algo con el propio Migoya y el compañero Toni Benages en el bar Lleida (¿aún se llama así?), situado frente al cuartel general de Norma Editorial en Barcelona, sello que precisamente edita esta serie. Se estaba bien, debía de ser casi verano. No recuerdo qué hacíamos exactamente allí, pero sí que Migoya acababa de cerrar el trato con Norma. Tengo la sensación de que pese a no haber leído nunca nada de Carvalho ni de Montalbán, ni haber escuchado nunca con verdadera atención La Violetera ni ser excesivamente fan de Curtis Garland (aunque tengo más libros de él que de Shakespeare), la noticia me ilusionó. Supongo que algo dentro de mí sabía que aquello era importante, o quizás era el brillo en los ojos de Hernán. He pensado entonces: ¿Cuánto hace de aquello?, y he recordado que ese mismo día le envié un mensaje a Óscar Valiente, director general de Norma, felicitándole por la iniciativa. He ido a buscar ese mensaje: fue el 3 de junio de 2015. 2015. Dos mil quince.

A quienes no les interese mi vida, pueden empezar a leer a partir de aquí:

Curiosamente (o todo lo contrario), en esta historia sobre la desaparición de un empresario obsesionado con los mares del sur se hace referencia en diversas ocasiones a tal cultura popular, incluso se la reivindica explícitamente. Ese argumentario no se encuentra solo en las conversaciones de los personajes, sino también en la recreación que hacen Migoya y Seguí de un bar con menú de mediodía abarrotado de gente o de las colmenas de edificios del Desarrollismo. Es en este ambiente, que, en lo plástico, el lector relacionará con El Crac de Garci por ejemplo, avanzamos de la mano de Carvalho y su heterodoxa inspiración, esa chispa que funciona con la misma magia que Colombo escondía bajo una gabardina sucia y una mirada errática. Pero como a la novela y al cómic se les permite un grado de incorrección política (y, por tanto, de realidad) mucho mayor que a la televisión, nada tiene que ver el trozo de pan encarnado por Peter Falk con Carvalho, que se revela aquí como un bebedor y mujeriego empedernido sin ningún tipo de reparo. Vicios (o cualidades) que no solo no le impiden ejercer sus deberes, sino seguramente contribuyen a la causa. Si no les gusta, llamen a otro detective.


Migoya y Seguí firman así un tebeo adulto, en diversos sentidos, difícil de encontrar en el mercado actual, sea por el tono o sea por la transgresión; sea esta, a la vez, implícita en un protagonista imperfecto (en un sentido cristiano), sea por el atrevimiento de los autores de reivindicar cosas que ya nadie reivindica con la naturalidad aquí desplegada. Reflejan un tiempo que, también, alguien ha decidido que ya no es políticamente correcto. Incluso mítico: en la cabeza de ciertas personas, que convivan castellano y catalán (el idioma y la cultura) es una fantasía que nunca existió.

Del dibujo de Seguí poco hay que decir. Ante cualquier duda, miren la portada, que habla por si sola. Si acaso, a veces me ha parecido que la página se le quedaba pequeña, pero ya se sabe que el formato es un calvario. La paleta de colores es oscura y, a la vez, posee los destellos necesarios para recrear esta historia de bajos fondos, lujos y luces de neón. Además, el buen hacer de Migoya nos ahorra esas toneladas de prosa con las que muchas adaptaciones alegremente editadas nos castigan. Aquí luce el lenguaje secuencial, hasta tal punto que incluso los bocadillos de pensamientos, que hacía tiempo que no veía, resultan deliciosos.

Vuelvo a hablar de mí, pero esto es como las buenas películas de baloncesto, que, en realidad, no hablan de baloncesto:

Yo de joven nunca había sido muy amigo de las adaptaciones. Me decía que si ya había leído el original, para qué quería una copia. Qué necesidad había de ver a Hamlet en la pantalla, y menos con la cara de Kenneth Branagh. Así pensaba hasta que sacaron el álbum recopilatorio de Nirvana, a principios de los 2000. Un periodista musical me dijo: "¿Qué? ¿Mola el disco de Nirvana, eh?". Yo le dije que, bueno, era más de lo mismo, haciéndome el interesante mientras escuchaba lo último de Tokyo Sex Destruction. De hecho no era ni más de lo mismo, era exactamente lo mismo. Él me replicó: "Ya, ¿pero cuánto hacía que no escuchabas a Nirvana?". Ciertamente, debía de hacer unos diez años que no ponía un casete de los de Seattle, y desde entonces debe de hacer ya veinte. Así que quizás sea el momento de volver a escuchar a Nirvana y empezar a leer a Montalbán.

David G. González

Comentarios