"PUDRIDERO", LA FASE ANAL Y LA PRIMERA PERSONA DEL SINGULAR

He llegado tarde a Pudridero, de Johnny Ryan, publicado en 2012 por los orfebres de Fulgencio Pimentel. Siempre ha estado ahí, en la estantería de mi librero, en la biblioteca, llamándome, con esa portada de refulgente amarillo y rojo, diciendo: ábreme. De hecho, eso es lo que le sucede a la mayoría de personajes de este tebeo, que los abren por todas partes y de todas las maneras imaginables: los rajan, los chafan, los parten, los penetran, los absorben, los aplastan, los crujen y los violan, hasta que de ellos, a veces, no queda nada, solo ceniza o una plasta. Y además lo hacen con pocas palabras: arte secuencial en estado puro. Así que más vale tarde que nunca.

Pudridero, la historia de un tipo atrapado en un páramo inhóspito, es puro disfrute; gore y humor zafio a cascoporro. En este mundo de ofensas continuas y mensajes moralistas, que se publique un cómic como este indica que no estamos tan mal. También que los guardianes de la moral no se han fijado aún en el noveno arte y que, como es sabido, por eso mismo es uno de los medios con más libertad creativa hoy en día.

La retahíla de chistes guarros, tontos y ofensivos que plagan Pudridero me ha recordado una anécdota que explicaba en su día el inefable Santiago Segura. Le entrevistaban con motivo del estreno de Torrente, la primera, y el periodista de turno le preguntaba al director si era machista y homófobo, o algo así (no he encontrado la fuente; probablemente no existía Internet aún). Segura apagó la grabadora y le espetó: "¿Majete, tú has visto la película?". El director/actor/humorista/hombre del Renacimiento estaba refiriéndose a la primera persona del singular: el malo es Torrente, no Segura.

En Torrente, como en Teniente Corrupto, de Abel Ferrara (otra cosa sería el maravilloso remake de Werner Herzog), el protagonista hace gala abiertamente de una dudosa moralidad, pero la película no secunda su ideario, ya que el retrato que de ellos se dibuja se traza desde la negatividad, sea de manera premeditada, sea porque desde una supuesta neutralidad su comportamiento nos resulta moralmente reprobable (Henry: Retrato de un asesino y, en última instancia, incluso Elephant). Uno no quiere ser ni Torrente ni el personaje interpretado por Harvey Keitel después de ver ninguna de esas películas, pese a que son cintas notables ambas. En cambio, uno siempre quiere ser Charles Bronson, y mejor cuánto más facha: he aquí, en cambio, un retrato romántico del hombre que se toma la justicia por su mano. Veamos, al contrario, el manido ejemplo de Lo que el viento se llevó, tildada de racista por hacer un retrato edulcorado de la esclavitud: aquí el problema moral lo tiene la película, no los personajes. Otro ejemplo: No son pocos los aficionados al cine, sobre todo críticos y teóricos, que se bajaron de la trilogía de la venganza de Park Chan-wook con la tercera entrega. En su escalada hacia Sympathy for Lady Vengeance, el coreano firmó una película estupenda, sin duda, pero es difícil no reconocer que le quedó un poco fachilla.

Pero dejemos el drama y centrémonos en lo que nos ocupa: los límites del humor. En 2018 Rober Bodegas, miembro del dúo cómico Pantomima Full, fue lapidado mediáticamente (e incluso amenazado de muerte) por un monólogo racista sobre el colectivo gitano. El monólogo era gracioso, sin duda; estaba correctamente confeccionado, con su ritmo y sus giros. Y era racista, ya que explotaba estereotipos denigrantes sobre un colectivo, hasta tal punto que era el propio cómico el que usaba el término "raza". Hubo centenares de muestras de apoyo a Bodegas, desde dentro y fuera de la profesión, y también se prodigaron los artículos en favor de la libertad de expresión publicados tanto por los sospechosos habituales de la prensa patria como por cabeceras independientes (con esto de la libertad de expresión, últimamente la derecha y la izquierda se tocan). Tantas muestras de apoyo se les subieron a la cabeza y colgaron uno de sus populares vídeos cortos como respuesta, en este caso sobre los "ofendiditos", término acuñado por el reaccionarismo para que las cosas se queden como están (que haberlos, los hay, sea dicho de paso). El vídeo, además, no hace mucha gracia.

El dilema que suscita el asunto tiene doble filo. Por un lado, ¿es Rober Bodegas racista? Aquí el formato no nos permite emitir un juicio sólido, ya que, una vez sube al escenario ¿es él el que habla o está interpretando un personaje? No obstante, difícilmente pueda salvarse a Bodegas de la quema, ya que, en última instancia, o bien el cómico utiliza términos racistas solo para hacer reír o bien se sirve del chiste para transmitir un mensaje racista. Todo esto nada tiene que ver con que sea un buen o un mal cómico. ¿Es acaso Lo que el viento se llevó mala por ser racista?

Más interesante aún es la segunda cuestión: ¿Soy yo racista si me hace gracia un chiste racista? Ah, amigos... Sin duda el humor nos permite (o nos obliga a) mirarnos en el espejo como ningún otro género: pone en evidencia nuestras vergüenzas y sabe de nosotros cosas que ni nosotros sabíamos. Hurga en el subconsciente de manera obscena.

Al contrario de lo que se suele decir, hacer reír es fácil. Tú pones un pedo aquí, por ejemplo, y la gente se desorina. Una tontá allá, y la gente se parte. Dices que los gitanos son unos incultos, y el público se carcajea, como se puede observar en el monólogo de marras. Veamos aquí una de los mejores chistes de la historia del cine:


Que sea fácil no quiere decir que lo pueda hacer todo el mundo. Tocar la guitarra debe de ser fácil, porque hay por ahí un montón de peña tocándola, pero yo no soy capaz.

Lo que pone de relevancia, pues, la virtud del creador es su manera, a falta de una palabra mejor: el savoir faire de los franceses o la maniera de los italianos. Santiago Segura es capaz de abrazar una idea que para Ferrara fue drama y darle forma de comedia. Herzog es capaz de coger la historia de redención interpretada por Keitel y convertirla en un trhiller socarrón en su remake. Y aquí se abre otro interesante debate: la frontera entre artista y artesano, entendido este como el profesional de un oficio. John McTiernan es un profesional como la copa de un pino, pero ¿es un artista? Otra anécdota: cuando el director estadounidense fue convocado para gravar los audiocomentarios de la edición en DVD de Depredador, lo primero que dijo fue algo así como: "Vaya, no recordaba que la película comenzara así". Un artista nunca olvidaría el inicio de una de sus películas, y menos de una de sus dos obras más conocidas. La otra es Jungla de Cristal, evidentemente. 

Lo que hace Johnny Ryan en Pudridero es arte contemporáneo. Su obra abraza el sinsentido del Surrealismo y la ligereza de la cultura pop, con evidentes influencias de los videojuegos, el manga e incluso la WWF. Es una comedia esperpéntica que funciona a golpe de asco y violencia, apelando a los instintos más básicos del lector: se disfruta sin reflexión alguna. No hay mensaje, y, por tanto, si alguien se siente ofendido, que pida cuentas a los personajes. Si acaso al librero, por no advertirle.
Un diseño de personajes tan audaz como enfermizo y una composición de página de angustiosas simetrías harán las delicias de los amantes del cómic y otras artes gráficas, aunque en realidad tales virtudes son solo las guindas de una historia que exprime los recursos propios del arte secuencial: la acción avanza por sí sola, sin necesidad de narradores, ni apenas diálogos. Eso sí, el poco texto que hay está traducido con pasión en esta edición en castellano.


Pudridero; así bautiza Ryan (o la traducción, ya que en el original es Prison Pit) el "paraíso" de sangre y pus que dibuja en las páginas de este cómic, en el que ningún personaje se salva de la criba moral, y si acaso alguno lo hiciera sería porque tiene más de animal irracional que de cualquier otra cosa. Nadie querría estar en Pudrirero, pero, sin duda, sobre todo si usted es un lector de mente abierta que sabe identificar la primera persona del singular, lo disfrutará como un niño disfruta de su primer pezón o, más bien, de su primera caca.

Aprovechemos esta licencia poética sobre las etapas psicosexuales del desarrollo de Sigmund Freud, y muy concretamente sobre su "fase anal", para rematar esto con una cita del médico austriaco: “Ciertos aspectos perversos constituyen componentes que raramente faltan en la vida sexual de las personas sanas”.

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