“Deshacer las Américas”. Hernán lo hace por nosotros.

Soy consciente de que esta reseña llega tarde, de que ya se ha hablado mucho, aunque seguramente no lo suficiente, de la que ahora mismo es la penúltima novela publicada de Hernán Migoya, escritor, guionista de cómics, periodista y director de cine. En parte llega tarde porque, de alguna manera, a algún nivel, he tenido que luchar contra ella.

Deshacer las Américas (Hermenaute, 2016) explica el periplo de H, un escritor que huye de una España que le asfixia y una relación sentimental truncada con el objetivo de vivir un nuevo esplendor sexual en un destino sudamericano en el que las mujeres parecen estar más dispuestas a ser mujeres y los hombres a reconocer que son hombres. Un lugar que, lejos de ser paradisíaco, ha conseguido zafarse de los grilletes de la corrección política (o quizás aún no haya sido alcanzado por ellos). La novela es una yuxtaposición de encuentros sexuales con mujeres de lo más diversas, todas ellas con sus deseos y convicciones, sus problemas e inseguridades. Mujeres a veces reducidas a ser un mero culo o unas tetas grandes, con suerte una boca especialmente hábil o unos ojos bonitos.

Pero dejemos eso para más adelante.



Cuando estaba en la universidad me propuse escribir mi primera novela. No quiero alardear de ello, seguro que el 99% de los universitarios de letras intentan escribir una novela y seguro que todos ellos piensan que están a las puertas de la fama, que van a ser el nuevo Easton Ellis o la reencarnación de Baudelaire. En fin, a lo que iba: La novela tenía un título horrible, Barcelona bajo cero, y explicaba la historia de un chaval que, harto de sus fracasos sentimentales (y aquí “sentimentales” era un eufemismo de “sexuales”), abandonaba España para instalarse en un país sudamericano de cuyo nombre no puedo acordarme, pero por aquellos años seguro que era Argentina. Allí esperaba encontrar el amor y, sí, bueno, ahí otro eufemismo.


Nunca la acabé, pero en realidad lo que sucedió con la novela no interesa. Lo que importa es que no había vuelto a pensar en aquella mierda adolescente hasta que leí Deshacer la Américas. Migoya la ha escrito por mí, y mejor, claro. Para empezar no ha usado ningún eufemismo.

Las poco más de doscientas páginas de Deshacer las Américas rezuman sudor y mugre pero, aunque pueda parecer contradictorio, hay felicidad en ellas. La felicidad cotidiana, la que te puedes encontrar a la vuelta de la esquina, la que no se compra con dinero. Una felicidad real y alcanzable.

H, el protagonista, deambula de hotelucho en hotelucho con mujeres que conoce (a penas, en realidad) por internet. Un café en un bar, una peli en un centro comercial y el polvo de rigor. A veces de los buenos, a veces de los menos buenos. Nunca hay un polvo malo si uno mira la vida como la mira H. O si ha leído a Bukowski.

Pero para entender a H, o lo que representa, hay que entender también al narrador de esta novela y también hay que entender a Migoya, quienes a veces parecen la misma persona y a veces simplemente lo son. En algún momento, mientras avanza en la historia, el lector pensará que H es un cabrón: que es un machista y que solo le interesa el sexo (bueno, esto último es técnicamente cierto). También lo pensará del narrador, que toma partido en varias ocasiones por H, defendiéndolo, justificando sus actos; “tratando a las mujeres como ganado”, dirá el lector al ver que tilda a una de ellas nada menos que de “yegua”. Y al final lo pensará de Migoya: “qué cabrón”.

“Cabrón”, ya saben, también es un eufemismo de muchas cosas. Normalmente de “qué envidia me das”.

Mientras tanto, mientras el lector esgrime argumentos morales, mientras, en su soledad, se autoconvence de que la discriminación positiva y la paridad son las banderas de la sociedad del nuevo milenio, Migoya toma el sol en la otra orilla de la playa, rodeado de mujeres desnudas, de mujeres y de hombres, y todo el mundo es feliz allí porque todo el mundo es como es. Nadie oculta nada. Nadie se siente menos que otro. Nadie dice que nunca ha visto porno.

No es el sexo en sí lo que mueve a H, no es el simple acto de eyacular (que también), ni el deseo incontenible de amasar un buen culo o unas buenas tetas (que también). H disfruta satisfaciendo una necesidad tan natural como animal no en un sentido egoísta, ni siquiera egotista. H daría placer a todo el mundo, o al menos a todas las mujeres. Y disfrutaría recibiendo placer de todas esas mujeres mientras siente que, al mismo tiempo, todas ellas disfrutan también dándole placer.

Eso es lo menos machista que he oído en mucho tiempo. Tampoco quiero decir que haya algo de feminismo ahí (¿qué se entiende por feminismo hoy en día, de todas formas?). Simplemente es lo que es: un hombre y una mujer en la cama, desnudos, de igual a igual.

Evidentemente hay una perspectiva masculina y heterosexual en todo esto, pero precisamente porque ninguno de los protagonistas de esta trinidad —ni H, ni el narrador (y aquí reconozco que le supongo el sexo y la orientación), ni Migoya— quieren ni pueden dejar de serlo.

Déjenme revelar uno de los párrafos que para mi son clave en esta novela (SPOILER): A las Diosas les encantaba jugar a comportarse como meras mortales, como iguales a los mediocres hombres, y así deseaban a su vez que se comportaran con ellas, al menos durante el tiempo que durara su juego de disfraces: que un hombre afrontara la osadía de bajarlas de su pedestal, podio o capilla, donde languidecían de aburrimiento, atraía su interés y proverbial curiosidad. Ésa era la única clave. (FIN DEL SPOILER)

Ojalá Migoya hubiera estado allí hace veinte años para decirme eso.

Evidentemente hay algo de subversivo en todo esto que va más allá de un catálogo de encuentros sexuales, de este manual del folleteo, de este brindis epicúreo. Aquí hay una bomba armada con la misma delicadeza que un chiste de Carrero Blanco o una burla al rey; una bomba que va contra el sistema, desafía las normas establecidas, hace temblar el statu quo. Deshacer las Américas ataca a la institución de la familia, ataca a la jornada laboral de ocho horas, ataca al pisito y la parejita. Pero en realidad no ataca al hecho en sí mismo, que no es malo por naturaleza: ataca a esa inercia, ese entramado perfecto y ancestral de convenciones sociales, que te aboca irreflexivamente a tal destino, que te conduce a vivir en un Matrix en el que cada día fichas a las ocho de la mañana y soportas el chaparrón del jefe mientras por la tele salen unos señores que juegan al golf.

Tú no quieres ser como H. Tú eres H, pero a veces no te acuerdas.

Hay un principio ilustrado que dice “sapere aude”, atrévete a saber. Migoya, en el fondo, lo hace por todos nosotros. Nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos, a conocernos mejor. Nos quita el velo de la moral, tan hipócrita. Nos dice que mirar un culo no tiene nada de malo, que no hay nada de pecaminoso en sentir una soflama sexual por la hija de todo vecino. No solo no es malo: es natural. Y quizás no me haya expresado bien: también lo hace por ellas, poniendo en tela de juicio todas esas convenciones sociales que impiden a una mujer vivir su sexualidad y, por extensión, su vida, con naturalidad. Con libertad en definitiva.

H no huye de un país imaginario, huye de una España muy concreta, una España violenta y policial, en la que todo y todos somos sometidos a una fiscalización constante y asfixiante. Como en una nueva dictadura. Como en un Mundo Feliz que en lugar de gris es de oro y, en lugar de perfecto, cutre.


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