Robe ya había muerto

Ha muerto Robe Iniesta, líder de Extremoduro, la banda nacional de rock más influyente de todos los tiempos. Ya lo sabes, no te cuento nada nuevo. Lo has leído por ahí; te han saltado cientos de reels y posts de amigos y conocidos explicándote cómo salvó a su yo adolescente, cuánto hizo por la poesía, lo querido que era incluso por la gente que no lo conocía. Yo mismo llegué a tener todos los discos de la banda, hasta Yo, minoría absoluta, donde me bajé del carro. Creo que desde entonces no había vuelto a escuchar nada de Extremoduro. Es ahora, que ha muerto, que me pregunto por qué. La muerte suele poner las cosas en su lugar.

Fotografía para Yo, minoría absoluta

Me había olvidado de que Robe solía hablar de la utopía. Lo hacía en sus canciones, siendo esta una utopía cotidiana, la del pequeño hombre sobreviviendo al día a día, o un constructo, a veces anárquico, que nos invitaba a salir del camino social alquitranado. Y lo más transgresor, o simplemente absurdo, es que Robe llegó a lanzar su mensaje desde Los 40 Principales —pero, como dijo Leonard Cohen: “Cualquier sistema que montéis sin nosotros será derribado”—. Hablaba de la utopía también en sus populares discursos entre canciones, en los directos, repartiendo consejos a su público ávido de amor: “Que no se os escape la vida”, decía.

No sé si conocéis a Oriol Rosell, crítico y divulgador cultural. Es un tipo muy agradable y un erudito. Su ensayo Un cortocircuito formidable es una pieza interesantísima sobre la importancia del ruido en la música popular desde una perspectiva sociológica. La cosa es que últimamente ha estado promocionando su nuevo trabajo, Matar al papito, un acercamiento a la cultura urbana a partir del trap y el reguetón. Preguntado sobre el manido argumento de que estas músicas no son música y que sus letras son basura, Rosell elude hablar de "calidad", pero afirma que, en todo caso, es la música y son las letras que tienen que ser (cito de memoria). Rosell habla de la crisis de la imaginación en un marco político y relaciona el ataque al sistema propio de otros géneros, como pueden ser el rock o el punk, con la existencia de sistemas alternativos a los que aspirar. Alternativas reales, como el comunismo o el anarquismo, que durante el siglo XX hemos tenido tan cerca, tanto histórica como geográficamente. Esas alternativas han dejado de existir, sea porque sus regímenes han caído, sea porque ya no salen en la tele —y no digamos en TikTok—. Ante la falta de alternativas con las que soñar, la utopía deja de existir y la única meta aspiracional es ser el mejor en el circo que nos ha tocado vivir: el capitalismo. De ahí los coches, las chicas y el yo absoluto.

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Dejé de escuchar a Extremoduro para dedicarme a cosas más modernas, que ya no son tal cosa. Las jóvenes banda indies comenzaron a buscar referentes fuera de las fronteras nacionales y encontraron un sonido que, con el tiempo, se reveló que era un mero outfit. ¿Cuál era el mensaje? No había tema transversal, si acaso no lo era uno mismo. El músico Andrés Perruca refleja en su ensayo Vida de un pollo blanquecino de piel fina, sobre la carrera del grupo El Niño Gusano, referente abosulto de aquella movida con el permiso de Los Planetas, cómo la banda ya se preguntaba a principios de los 90 qué definía la música indie. No sé cuándo terminaré las más de 800 páginas del libro, pero apuesto a que no hay respuesta a esa pregunta. En todo caso, a lo que iba: ¿Qué otra cosa podía surgir de la falta de referentes de la generación X y los millennials? De aquellos polvos, estos lodos.

Sin duda, el debate que vuelve a poner la muerte de Robe sobre la mesa es la antigua discusión sobre la ética y la estética. Si nos paramos a mirar, solo por encima, las conversaciones en torno a los últimos fenómenos culturales —sea Rosalía, el K-pop o los tardeos— estas son siempre estéticas. Incluso cuando los análisis supuestamente sesudos versan sobre las letras, la mirada es siempre estética. Más que nunca, el medio es el mensaje.

Hay un concepto en cine para definir a las películas que se ambientan en un período histórico pasado, recreando su vestuario, escenarios y costumbres para transportar al espectador a otros tiempos. Uno de los ejemplos más evidentes de este “cine de época” es Lo que el viento se llevó. Aunque, por definición, una película de este tipo recrea una sensación pasada y no presente, ¿qué son, a efectos prácticos, películas como Pulp Fiction o Los Goonies para los jóvenes de hoy? Pelis de otro tiempo, donde no existen los teléfonos móviles, ni las redes sociales y la gente fuma en los aviones. Donde la gente se puede comprar una casa. Lo de Robe, en fin, se ha convertido en música de época, porque, más allá del amor, le canta a cosas que ya no existen; pero, lo peor —porque las utopías nunca han existido—, es que ahora tampoco se pueden imaginar.