Todo de plástico

En la carrera de Periodismo te dicen cosas como que "la información es poder" o que "el medio es el mensaje". Te lo dicen, pero no te lo explican, entre risitas, como haciéndose los interesantes, como si compartieran verdades arcanas, ahí plantados en lo alto de su tarima. Hoy, y con cuarenta años, parecen cuestiones sencillas, casi cotidianas, incluso inocentes, pero con veinte años y un acceso a Internet de 56 kbps, esas palabras eran solo palabras, no información. El poder se lo guardaban para ellos.

También decían que la TDT era el futuro.

Hace poco hablaba con una joven recién licenciada. Yo tenía curiosidad por conocer qué enseñan hoy en la carrera de Periodismo o, al menos, en la universidad pública en la que habíamos estudiado ambos, aunque con 20 años de diferencia. Suponía que, dados los tiempos que corren, ahora enseñarían cómo hacerse youtuber o cómo redactar propaganda en lugar de noticias. Pero se ve que no, que siguen diciendo que la información es poder y que el medio es el mensaje. Casi no tocan una cámara de vídeo y gravar con smartphone es ciencia ficción, una quimera, cosas de niños. Las privadas, en cambio, incluso han cambiado el nombre de sus grados, eliminando del título la palabra "Periodismo".

So it goes.

Conocí, literariamente, a Kurt Vonnegut, el último gran escritor del siglo XX, en noviembre de 1999, en Cornellà del Llobregat, concretamente en la última fila de los cines de su centro comercial (entonces solo había uno). Y aún más concretamente en los créditos de El desayuno de los campeones, la adaptación cinematográfica de la que se considera su obra de madurez, dirigida por el peculiar Adam Rudolph y protagonizada por Bruce Willis con peluquín, Nick Nolte travestido y Albert Fiennes en las últimas. De ahí fui directo a la librería más cercana dispuesto a adquirir lo que fuera de Vonnegut, que resultó ser Cuna de gato. Fue de esos libros que te cambian la vida, ya saben; que te hacen girar a la izquierda en lugar de a la derecha en un punto del camino, para bien o para mal. No entendía por qué no me había hablado nadie de Vonnegut hasta ese momento, por qué no me habían hablado de él en el instituto en lugar de, por ejemplo, Buero Vallejo.

No tengo nada en concreto contra Buero Vallejo, ni mucho menos contra la literatura española en general, evidentemente. Solo digo que en lugar de hacerme leer Historia de una escalera y Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez, y La casa de Bernarda Alba, de Lorca, podían haber sustituido uno de esos títulos, o al menos añadido, algo de Vonnegut o de Willian Faulkner o, por fantasear, de Natsume Sōseki. Y como digo esto también digo que podrían haber incluido Nada, de Carme Laforet. Hubiera descubierto antes que me gusta leer libros. Gente que no lee libros, leería libros ahora, estoy convencido. Puestos a reivindicar, añado a Larra y Julio Camba, para que no digan.

Precisamente así comienza el documental Kurt Vonnegut: Unstuck in Time (Robert B. Weide y Don Argott, 2021): con un joven al que su profesora de Literatura le descubre El desayuno de los campeones y le hace dar un golpe de volante a su vida. Ese chico, aspirante a cineasta, futuro ganador de tres premios Emmy y protagonista de uno de los memes más célebres de la historia, acabaría dirigiendo un documental sobre el escritor de Indianápolis que le llevaría 40 años de producción, incluso más allá de la muerte de Vonnegut.

Esta película, que permite a Weide cerrar un círculo vital, sale a la luz casualmente mientras, cerrando mi propio círculo, leo por primera vez El desayuno de los campeones, largo tiempo descatalogada y recuperada ahora que parece ser que la figura de Vonnegut se ha vuelto a poner de moda, vaya usted a saber por qué. Hasta lo han adaptado al cómic.

Blackie Books

La edición que ha hecho Blackie Books de El desayuno de los campeones (y que ha traducido como Desayuno de campeones no sé exactamente por qué) no me gusta. Además de la tapa dura, que no hace más que ocupar espacio, encarecer el producto y deforestar bosques, han cometido el sacrilegio de modificar los dibujos de Vonnegut para rotular los textos, originalmente de su puño y letra, en castellano. Me sangran los ojos. Me saca de la novela cada vez que llego a una de sus páginas ilustradas. Cuando veo de reojo que se acerca un dibujo, noto un sudor frío y no me puedo concentrar en la lectura.

Esta desafortunada decisión, a todas luces, me ha recordado la vieja frase: "El medio es el mensaje". El teórico de la comunicación Marshal McLuhan decía que la forma de un medio influye en la percepción del mensaje que vehicula. El medio es el mensaje; en este caso la tapa dura, el fulgor de la portada, los dibujitos traducidos como si los lectores fuéramos analfabetos... Es una pomada, un caldito en una fría tarde de domingo, caricias para el alma. Más adelante, McLuhan diría: "El medio es el masaje". [Hablo de ello en este otro artículo; no quisiera repetirme].

Pero dinero gastado en libros, dinero bien gastado. Mejor que en las tragaperras, en todo caso.

Yo intento comprar siempre ediciones de bolsillo. Si hablamos de cómics, la cosa cambia. Sin duda, el arte del dibujante está pensada para tamaños y papeles concretos, que en algunos casos deben ser preservados por cubiertas acordes (más adelante volvemos a esto). Pero una novela son solo letras yuxtapuestas, una tras otra, con más o menos gracia. Ni siquiera son los mismos caracteres que imprimió el escritor con su máquina de escribir. El libro de narrativa en sí mismo no es un objeto artístico, es un medio para hacer llegar un mensaje, sea este una tesis en el caso de la ciencia o una novela en el caso del arte, por ejemplo. Pero están imprimiendo libros que son el mensaje, independientemente de que contengan otro mensaje. ¿Para qué? Para vender más. ¿Cómo? Haciéndonos sentir bien: libros para el wellcare y el mindfulness.

La industria editorial encuentra en estos libros objeto una manera (una de otras) de mantenerse a flote en una época de sobreproducción casi epidémica, editoriales dudosas, autopublicaciones y, por supuesto, libros digitales y audiolibros, con la piratería consiguiente. La conclusión a la que han llegado es: hagamos libros más caros. Y la gente va y los compra, los regala, los amontona en su librería y, sin duda, los leen, aunque no puedo asegurar en qué porcentaje. Los libros, como la televisión, no son ni buenos ni malos, depende del libro.

Espasa

¿Qué estamos haciendo, pues? Comprar libros por las cubiertas, complementos para el outfit del día: el banco del parque, el tren o la sala de espera del homeópata. Avatares de lo que queremos ser. Libros de plástico:

A principios de siglo, la aparición en nuestro país de resorts como Port Aventura o Marina d'Or pusieron sobre la mesa de la industria cultural, o, al menos, del ocio, el concepto de "pastiche". Uno podía visitar el Far West y la Polinesia a escasos kilómetros de casa y por un módico precio; "módico" teniendo en cuenta la promesa de viajar a través del espacio y del tiempo. Marina d'Or, como cantan las Nancys Rubias, nos ofrece un paraíso artificial, en el que el plástico sustituye a la naturaleza. Palmeras perennes, estrellas de neón y piscinas a 100 metros de la playa.

Foto promocional de la web de Marina d'Or. En serio.

El "pastiche" ha sido aplicado a otros ámbitos, no solo el turístico. En el terreno cultural (podríamos hablar de política, pero no es esta la arena adecuada), uno ya no solo es sometido a un bombardeo sensorial del calibre del Motomami de Rosalía o a experiencias cinematográficas de dudosa narrativa secuencial, como The Batman, sino que incluso hemos confundido la ficción con la historia, Lo que el viento se llevó con lo que realmente sucedió.

Más pastiche:

En un país que ha vanagloriado hasta el papel cuché a figuras como Poli Díaz o Pedro Carrasco, nos conformamos ahora con que la velada pugilística "del año" enfrente al cantante David Bustamante con un youtuber que se llama Míster Jägger. 13.000 entradas vendidas en pocos minutos, gente que no conoce a Dum Dum Pachecho llorando por quedarse fuera.

Con la imagen de una pipa no se puede fumar, con un libro de plástico no se puede volar.

La traición de las imágenes, René Magritte

En el documental de Weide, los protagonistas trajinan libros de bolsillo maltratados por el paso del tiempo. Libros, que, en efecto, caben en el bolsillo trasero de un pantalón o en el de una americana de pana. Imagino un futuro en el que todo el mundo tendrá bibliotecas relucientes, con libros intactos de colores flúor y brillos dorados. Libros tan vírgenes que a uno le dará reparo hasta prestárselos a sus amigos y compañeros de trabajo. Las bibliotecas domésticas serán como los discos de C. Tangana: muy bien producidos, pero sin alma.

Como es sabido, hace años se puso de moda hablar de "novela gráfica". El término no era nuevo, se venía oyendo desde Will Eisner. Incluso Marvel acuñó un sello bajo ese concepto en los 80, para cómics supuestamente "maduros", como La muerte del Capitán Marvel. ¿Qué pasó, pues, en los 2000, coincidiendo con la aparición de tebeos como Persépolis? Las editoriales (algunas, que nunca habían publicado un cómic) comenzaron a imprimir libros gordos, con mucho texto y pocos colorines, y, sobre todo, tapas duras y papel del bueno, para atraer a un público capaz de gastarse el dinero. A eso se le llama nicho de mercado. Hoy se publica en tapa dura hasta el número tropecientos del Capitán América, algo muy incómodo para llevarse al cuarto de baño.

Recientemente, Manga Satori ha publicado Mundo Perdido, un conjunto de historias de Yoshihiru Tatsumi, padre del gekiga, el manga para lectores adultos. Vaya por delante que la edición es exquisita y merecida, y no le hace falta tapa dura: papel de calidad, sobrecubierta protectora... y un par de epílogos que ponen el libro en su contexto histórico, desmitificando el concepto de gekiga, que, como casi todo, ha sido destilado con el paso del tiempo y adaptado a las nuevas necesidades (vender, entre ellas). Ahí se explica que, en su origen, la característica diferencial del gekiga era su publicación en formato libro en lugar de en revistas, que era el medio natural del cómic japonés. De nuevo, el medio es el mensaje: los adultos leen libros, no tebeos.

El ya mencionado Cuna de gato fue el segundo libro que me hizo pegar un volantazo. El primero me evitó ir a la mili, pero eso es historia antigua (como a Weide, fue una profesora de instituto la que me brindó la oportunidad). Esta novela de Vonnegut me hizo abrazar el Bokononismo, la religión que se descubre en sus páginas. Al menos durante un tiempo, ya que las consecuencias de su práctica continuada pueden ser desastrosas. Ambos libros descansan en mi biblioteca personal, desgastados, garabateados por mí mismo y otras personas. Contienen mensajes enviados al futuro con caligrafías que ya no soy capaz de descifrar en algunos casos, con dedicatorias arrancadas en otros.

Esos libros tienen alma.

C. Tangana no tiene alma.

Las pelis de Netflix no tienen alma.

La lista de bestsellers del último Sant Jordi, tampoco.

Los cuadros de Yago Hortal tampoco.

A veces me levanto por la mañana y me pregunto si acaso yo tengo alma. En esos días, me hago un café con leche y me lo tomo en el despacho, donde contemplo mi biblioteca personal. Además de libros, hay discos en vinilo y CDs y también DVDs y Blurays; todo ese tipo de cosas, acumuladas durante una época en la que aún se escuchaban discos, no el "descubrimiento semanal" de Spotify, y se veían películas, no series. Hace poco adquirí un equipo de música. Hacía años que no abría la caja de un CD, que no "ponía" un disco. De hecho, ¿alguien saca ya discos? ¿Es Motomami un disco, aunque alguien lo planche en un soporte redondo? ¿Es The Batman una película o son solo imágenes proyectadas en una pantalla?

Rosalía / Getty Images

Martirio / Álbum de Martirio

Me compré un equipo de música, como iba diciendo. Si bien es cierto que algunos de los discos que tengo son difíciles de encontrar en la red hoy en día, no fue ese el motivo. El motivo real es que notaba que estaba desapareciendo, como Marty McFly en Regreso al Futuro. Así que en esas mañanas raras elijo un disco de mi colección. Saco el vinilo de su funda, lo pongo sobre el plato, lo hago girar, coloco la aguja y disfruto la música. Y unos veinte minutos después la música cesa y tengo que girar el disco y repetir el proceso. Intervengo. Yo hago que la música suene y establezco un acuerdo con el creador de esos sonidos. Existo, no tanto en el momento de colocar la aguja sobre el vinilo, como quien pulsa el icono de play en una app; existo cuando escuchar música se convierte en un proceso consciente. 

Supongo que con los libros pasa lo mismo, que por eso la gente prefiere lo analógico a lo digital; al girar la página, uno se imagina que toca el mismo papel que tocó el autor.

Pero solo pasa con los libros que tienen alma.

Como un disco de Kiko Veneno.

Como una peli de Ed Wood.

Como un cuadro de los hermanos Santilari.

Como un libro de Kurt Vonnegut. Uno de bolsillo.

David G. González

Bodegón, Pere Santilari (lápiz).


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