SANDMAN Y YO

Supongo que de The Sandman ya se ha dicho todo. Algunas cosas incluso se han dicho tantas veces que las damos por ciertas sin más, como eso de que su creador, Neil Gaiman, se encontró con Choronzón, uno de sus personajes, en una fiesta. Pero de lo que no se ha dicho nada es de mi relación con Sandman.

Siempre he pensado que lo más frustrante para un lector de cómics es no haber estado en el momento y lugar adecuados. No haber estado allí cuando se publicó Watchmen o las Secret Wars. No haber estado allí cuando se estrenó Otako no Video. O cuando Tintín y Spirou. Y no solo eso: no haber estado allí y además no ser norteamericano, o japonés, o francés. Porque cuando leo Watchmen no puedo evitar pensar que me estoy perdiendo algo, que si fuera un vecino de Manhattan en plena Guerra Fría leería ese tebeo con otros ojos, con otra intensidad.

Lo mismo me pasa con The Sandman. Acabo de releer la colección, en la última edición de ECC, y también algunos de sus especiales (el fantástico Noches Eternas y el precioso Los Cazadores de Sueños de P. Craig Russell). Casi tengo una erección al revisar el capítulo 24 horas de la serie o Un sueño de un millón de gatos; y huelga decir que leer el arco argumental del infierno es un subidón. Pero, objetivamente, con ojos de hoy, bajo la mirada de un chaval de dieciocho años, no es para tanto. Así que pienso que, de algún modo, Sandman somos Sadman y yo.

Pero yo no leí The Sandman a finales de los 80 en una ciudad como Baltimore o Detroit, u otra más triste si cabe. Ni siquiera lo leí cuando se publicó por primera vez en España (yo, por aquel entonces, era más de manga). Lo leí cuando Norma Editorial publicó los volúmenes recopilatorios. Aún no era tarde para encontrar a verdaderos fanáticos de Sandman, y tambien de Gaiman. Chicas vestidas de Muerte. Chicos pálidos como la luna con ropa de cuero. De hecho, creo que la cosa estaba en su momento álgido, al menos en Barcelona. Flipé, en serio. En aquella primera lectura me pareció algo grandioso. Algo más grande, en el sentido estricto del término, que cualquier otra cosa leída antes. Más grande que Watchmen. Más grande que todo Dragon Ball. Grande de "grande", no de "largo"; con todo el imaginario y la mitología que lo rodea, en la ficción y en la realidad, con sus insondables límites.

Como decía, de The Sandman se ha dicho ya todo. Pero quizás nadie lo había juntado en un solo libro hasta que Norma ha publicado El Arte de Neil Gaiman, de Hayley Campbell (hija de Eddie Campbell, por cierto). Ha sido gracias a este ambicioso libro que ha vuelto a mí la idea de que mi Sandman no es el único Sandman. De hecho, es un Sandman insignificante.

Porque, de alguna manera, la colección de The Sandman es un paradigma de la revolución que se vivió en el cómic norteamericano a finales de los 80 y mediados de los noventa. Entre Watchmen y Las Benévolas, por decir algo. Watchmen fue una punta de iceberg. Animal Man fue una muestra. Pero The Sandman lo fue todo y lo abarca todo: la maduración del lector y del cómic, la retrocontinuidad, la invasión inglesa, Vértigo, los tomos recopilatorios, la transformación del triste autor de cómics en estrella... Incluso la entrada del público femenino en las tiendas de cómics. En serio, todo está en The Sandman. Pero yo no. Yo no estaba allí. Yo no estaba, no sé, en Michigan, un frío día de febrero para ver como Muerte entraba por la puerta y pedía el último número de The Sandman. De alguna manera, eso me duele.

Así que aquí me tenéis, con mi Sandman, que es triste y pequeñito. Sí, supongo que hay un poco de leyenda en todo esto, que el propio Gaiman se ha encargado de alimentar el mito (es un tipo listo, sin duda). Pero, como todos los libros sagrados, The Sandman se alimenta un poco de eso. Del mito. Y también del miedo.

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