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Texto y foto: David G. González |
Había acabado en aquella
playa no sabía exactamente cómo, pero algunas botellas vacías le
daban una pista. Debían de ser las diez o las once de la mañana,
posiblemente era domingo, y hacía un agradable frío otoñal. No se
veía un alma y era, sí, un buen sitio en el que estar. Se encendió
un pitillo y se sentó en la orilla a mirar el mar, sus olas y su
horizonte. Un hora después, algo repentino le hizo girar la cabeza,
como un soplo en el cogote. Pero tras él no había nada ni nadie, y
más allá sólo una colina peinada de matojos secos. Pensó en
indios y vaqueros, moros en la costa; él, con su arco y sus flechas,
cualquier tiempo pasado... “¡Bah!, no es nada”, y volvió a su
pitillo y su mar. Pero sí era algo: era un apache que, atrincherado
tras la colina, le apuntaba con una flecha directo al corazón.