THE KING OF PIGS

Con Yeon Sang-ho me pasa que se me queda como corto, que siempre creo que me va a dar algo que al final no me da. Y creo que por eso me gusta.

The King of Pigs no es su mejor película, pero sí me parece la más ambiciosa y compleja. Creo que si no hubiera sido su ópera prima, y si tuviera la solidez de The Fake (2013), podría haber resultado algo mucho más grande. La historia de unos niños educados en un entorno opresor y en un sistema de castas crece en manos del director coreano a un ritmo soprendentemente lento. Casi irritantemente lento. Pero, en cambio, uno tiene siempre la sensación de que está a punto de suceder algo. Que detrás de cada esquina acecha un problema. Que cualquier discusión va acabar en pelea. Pero al final no pasa nada. O pasa, pero no lo vemos. Pasa en la cabeza de los personajes, algo hace clic. O pasará mañana, o dentro de diez años... Acción y reacción. Yeon Sang-ho siembra una serie de semillas que crecen silenciosamente durante la hora y media de metraje, desembocando en un desenlace que sucede en dos momentos distintos: uno, cuando los protagonistas son pequeños, y otro, de mayores. Estas dos líneas se cruzan en una historia que no se anda con sutilezas, y que pone énfasis en lo importante que es la infancia en la formación de una persona adulta.

El título, The King of Pigs, suena tan sucio como el ambiente que se respira durante toda la película: pobreza, prostitución, abusos, maltratos, muerte... Pero es precisamente la contención del pulso del director lo que aferra la película al realismo, alejándola del sensacionalismo gratuito en el que muchos dramas acostumbran a caer.

Aquí, como en la brutal The Fake, uno espera que en cualquier momento despierte un Charles Bronson dentro del protagonista. Pero no lo hace. Porque en la vida real no hay Bronsons. Por eso duele tanto. Por eso me gusta tanto.


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